jueves, 23 de enero de 2020

La asamblea


Yo escribo para que me quieran a pesar de mí,
para que mi apellido campanee
y en el cuerpo de mis muertos
se pueda descifrar un alfabeto.

Sobre el pelo de la abuela que nunca
aprendió a leer,
revoloteaban, cuando murió,
las vocales que solo pronunciaba.
Una vez me dijo que había soñado que leía.
Que había soñado que leía, me dijo.
Y con mi mano y la suya hice un diptongo.

El cuerpo del abuelo tomó forma
de eme antes de marcharse.
No dijo nada, pero con sus piernas
y sus brazos lo vi irse transformando
en la letra que había escrito en mi frente.
Un hombre escribe toda su vida
sin saber que está dibujando su rostro,
que la caligrafía es una jaula,
que el pájaro vendrá más tarde,
que no hay pájaro, que somos el pájaro.

El otro abuelo partía la tierra,
buscaba fonemas para mí.
Echaba agua en los surcos, me traía
una patata, un encabalgamiento,
una patata.
Buscaba el tesoro de la familia:
un juguete, una sílaba, una patata.
El abuelo doblado como una ele,
partiendo el suelo con la verde calva,
dando órdenes al agua, abriendo los grifos,
para poner en mis ojos el mar rojo,
una patata, el mar rojo.
Cuando acabó de arar, había escrito
en el suelo toda mi infancia.

La otra abuela, la muerta, la muertísima,
a la que jamás pude conocer
y me mira desde el marco dorado,
– de su fotografía –
de plata, de latón, de cartón pintado.
Me mira desde su muerte carísima,
desde la orfandad coja de mi madre.
Mi madre sin su madre a los dieciocho
es el Titanic que se hunde con la
vajilla nueva, con los peces oliendo
las camas, la pintura irlandesa,
el hielo que nos deja blancamente
huérfanos.

Oh glup
Oh glup, glup,

abuelita, primera muerta mía,
dime tú por qué escribo,
por qué las cosas son las nietas de un nombre,
por qué huelo las flores con una cabeza de potro,
y desciendo hasta tu acento de la sierra,
y me enamoro del hombre atado a un burro.

Con vosotros me siento en asamblea
para que me habléis de la gramática
del algodón,
de cómo pincha la tilde al decirlo,
de la bicicleta sumeria
que nunca heredaré.
Fabricáis con mis dos manos un cuenco
donde se derrama el castellano antiguo,
las aguas luces árabes, alquimia adjetiva
de la lengua en los paladares,
y hundís mi cabeza en el Nilo,
y traéis las tablas de Tartaria,
el caparazón de las chinas tortugas.

En asamblea de grillos, sentados,
me amáis con todos los idiomas
hasta quedarnos sin habla y ningunos.
Y cerráis en mi puño una rama
con la que dibujo en la arena un círculo,
una raya, un círculo.
Así me querrán – me decís que he escrito –.
Y casi todo lo comprendo.

Iván Onia Valero

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