viernes, 4 de marzo de 2011














Cuando quise volver sobre mis pasos,
las aristas de todo lo que había
perdido alguna vez me iban sajando
las manos porque no supe ver el acero.

Quedaron sólo entonces estas cestas
de mimbre que compuse nudo a nudo
cuando la vida aún no me dolía
en los costados o pesaba poco
y agosto parecía un viaje largo
en el que revolcar tu pelo y mi pluma.

Estas cestas de palma, que llevaban
el motor de autobuses –continentes
del verano raído en los asientos-
y a ti en ellos con la falda amarilla
y tu abrazo caliente de kilómetros.

¿Para qué preguntar? Cuando el acero
no conocía aún cómo trepar
a tus labios y el verso era tan sólo
un juego que inventé para que te
quedaras.

Quién iba a saber en aquellos días
que a la memoria le crecen colmillos
dentro del calendario y que noviembre
rompe los flacos huesos del verano
con la ternura de lo inevitable.

Esta sucia manía sin respuesta
sólo hallará descanso con mi muerte.

Por qué escribo, me dices.

Porque hay libretas sin sueño.
Porque hay relojes que atrasan.
Porque hay nostalgias con dueño.
Porque hay olvido y palabra.




Iván Onia Valero

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