lunes, 20 de diciembre de 2010

Lili Marleen

Son los pájaros que sobrevuelan los campos de batalla la causa insalvable de que los soldados, allá abajo, decidan matar al otro y no volarse a sí mismos. Creyendo seguir órdenes, disparan y se esconden como cucarachas, sortean charcos, agujeros, balas, obuses, cuerpos compañeros y desconocidos y así, van obviando el círculo de cielo donde bailan entre nubes de tierra los animales con las alas sucias, pero no olvidan que es a lo máximo que aspiran, a levantarse de un suelo de sangre alguna mañana para atravesar los territorios en un vuelo que los devuelva a la cama caliente y al abrazo.
En 1915, el soldado Hans Leip se encontraba hendido por el amor de dos muchachas, Lili, seudónimo de una verdulera llamada en realidad Betty y la enfermera Marleen. Antes de marchar al frente de la Gran Guerra escribió, seguramente con dedos temblorosos a la luz de una fría farola alemana, un almibarado poema de amor dedicado a una persona, una sola mujer, Lili Marleen.
Ni en el mejor o peor de sus sueños imaginaría el soldadito Leip que aquel poema de juventud del que renegara en su madurez (publicado 22 años más tarde, en 1937) y musicalizado por el compositor alemán Norbert Schultze sirviera de argamasa para que todos los soldados de otra Gran Guerra guardaran silencio al unísono cada vez que la voz de Lale Andersen sonaba por los altavoces entonando los versos de aquel soldado poeta. Por las radios de los territorios tomados, como el de Belgrado, sonaba la música de una mujer que era todo lo que aquellos soldados querían recuperar cuando todo acabara, mientras tanto, la voz de otra mujer, la de Marlene Dietrich, se sintió empujada a cantar en otro bando y en otra lengua la canción del enemigo. De este modo, la II Guerra del Mundo quedó tatuada por la melodía de dos mujeres entonando un poema de amor juvenil que estaba dedicado a un par de muchachas que casi treinta años atrás se repartieron, sin saberlo, el amor de un solo poeta.
Sólo un puñado de cosas saben sobrevolar el aire encendido de una guerra, rayando el fuego con el látigo lento de la esperanza para los que arden allí abajo. Cuando ya no hay pájaros en el cielo que les recuerden que deben regresar algún día, sólo quedan unas pocas canciones que echarse a la boca para correr, matar y sobrevivir.

Iván Onia Valero

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