Ay, alma mía, habítame, me dije; y me sabía
contemplando la espalda del aire y su dominio,
mi tierra sin cultivo y la costumbre y una
deuda de aliento sobre mi razón abatida.
Pero el poema me iba -sin yo saberlo-, me iba
reclamando tenaz como las cosas claman
por su dueño, y de súbito, tras de tanto silencio,
se me vino a las manos sin que supiese cómo,
como el rayo de luz que atraviesa unos vidrios.
María Victoria Atencia
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