martes, 9 de agosto de 2011

Relatos de verano: CARUSO














"En el verano de 1986 a Lucio Dalla se le estropeo el barco y en Sorrento solo estaba disponible el lujoso apartamento en el Grand Hotel Excelsior Vittoria, donde Caruso vivió los dos ultimos meses de su vida y donde se conservaban intactos sus libros, sus fotografias y su piano."


Qui dove il mare luccica e tira forte il vento su una vecchia terrazza davanti al golfo di Surriento...

Verán ustedes, mi nombre es Enrico y llevo 80 años muerto. Espero que este dato no los asuste porque además de un simple número, la muerte es sólo eso, un momento, plantas un pie como si nada y cuando te quieres dar cuenta ya no hay vuelta atrás, crees que sigues respirando, pero el suelo ha desparecido y las luces del puerto se van apagando hasta que no quedan más que pequeñas cabezas de alfiler y alguien te suelta la mano para que te alejes. No es nada solemne, ni siquiera asusta un poco, al final sólo aciertas a decir ¿ya? y toda la vida para esto, en fin .
Desde siempre me gustó más mi nombre que mi apellido, incluso cuando éste pasó a desterrar a aquel y en los carteles ya nadie podía leer Enrico, con las peleas que mi madre, napolitana de carácter, tuvo con mi padre para conservar la única herencia de Enrico Tardo, mi abuelo. De un plumazo Edward Bernays borró todo vestigio de tradición familiar porque Caruso tenía fuerza y carácter, pero créanme, con mi voz hubiera triunfado incluso llamándome Pepino il Fino. Desde pequeño mi canto supo encaramarse a las sábanas blancas de las azoteas cuando subía a tender con mi madre y congregaba a un número considerable de vecinas que nos tenían cogida la hora, mis conciertos prístinos olían a jabón y los primeros aplausos que escuché fueron los pasos bajando las escaleras de una veintena de napolitanas que sabían que el espectáculo ya había terminado y cuchicheaban acerca de la voz del hijo de La Barbara.

Después todo pasó demasiado rápido, con apenas veinte años me vi atravesando el océano como un tambor donde se ahogaban los meses de uno a otro lado; del teatro de San Carlo en Nápoles al teatro Colón en Buenos Aires, de mi adorada Scala de Milán al Covent Garden de Londres y desde allí al Metropolitan Opera de New York, donde estuve diecisiete años como primer tenor de la mano de mi amigo Arturo Toscanini, mi hermano en América. El champán corría, había rosas que no me dejaban ver las bóvedas de los teatros y dormía sobre colchones de dinero que nunca podría llegar a gastar.

Llegados a este punto se preguntarán a qué he venido después de tantos años, a qué mis huesos llaman a la puerta de sus ojos para contarles una historia sabida por no poca gente. Bueno, la muerte es aburrida, uno lee, mira, otea la realidad desde su atalaya de eterna nadería, pero como toda máquina imperfecta, la muerte se olvidó de desocuparnos los recuerdos, la memoria persiste más allá y el dolor nos vuelve a una piel que ya no tenemos y comprendemos, ahora sí, que el dolor no se instalaba en la piel.

Se llamaba Apolonnia. Me habían detectado cierta complicación de pleuresía, lo que venía significar que mi garganta estaba tan repartida por todos los teatros del mundo que ya no volvería jamás a su lugar natural, de modo que, relativamente joven, me asusté porque por entonces no comprendía la inocuidad de la muerte. Era el verano de 1921 y, como un elefante, me retiré a Sorrento, buena parte de mis ahorros los dediqué a morir por todo lo alto. En el Gran Hotel Excelsior Vittoria me abandoné a las noches de whisky y silencio, en el balcón de la 207 iba deshojando como un alcaucil mis últimos pensamientos hasta que me olvidaba de mi mala suerte y el alcohol me vencía unas horas con los peores sueños que recibí nunca.
Su nombre ya lo sabéis, pero sus ojos aparecieron detrás de la barra reconociéndome a pesar de mi deterioro, la voz sonó antigua cuando me dijo Enrico, hacía al menos 30 años que nadie me llamaba Enrico, y a ese ángel profano encomendé mis últimos días y mi alma.

El 30 de julio sacamos un piano a la terraza del hotel y después de un tanteo de sus dedos con el marfil; el whisky y la euforia de vida que sólo padecen los moribundos y los enamorados (en mí pugnaban y se abrazaban ambas circunstancias) me hizo volver a cantar Mattinata, primero con cierto titubeo y encerrado en un susurro, más tarde casi como en mis mejores días. Mi voz atrajo a las barcas de pescadores hasta la playa que daba a la terraza y detrás de Apolonnia un coro me hizo con silencio un regazo donde cobijé mi vida y acudieron sus mejores momentos, me vi mirándome a mí mismo, me multiplicaba callado y esa multiplicidad de mí me escuchaba desde una azotea de banderas enjabonadas, desde Milán, desde Londres, Buenos Aires, Nueva York…todas mis edades, todos los Enrico Caruso que me atravesaron habían acudido a aquel hotel y entonces comprendí que ese era mi último concierto y que la muerte, ya sin miedo, también me estaba escuchando.

Cuando me acosté aquella noche ya no me levantaría más. La mano de mi Apolonnia se hizo un nudo de dos días, trenzada a la mía, mientras, con la que me quedaba libre fui saludando a la niebla que se acercaba hora a hora, hasta que el suelo desapareció bajo mis pies.

Los jóvenes llegan con ganas de comerse algo, siempre que sea a dentelladas limpias y calientes, no seré yo quien critique eso puesto que también estuve vivo y fui joven mordiendo el océano, saboreando las rosas que llevan un aplauso tatuado, no durmiendo nunca.

Cuando a Lucio se le estropeó aquella barca cerca del Excelsior Vittoria sesenta y cinco años después de mi última noche, yo ya sabía que de allí sólo podrían sacarse restos de mi vida embotellados, quién sabe si no hizo estropear su barcaza adrede sólo para que aquel camarero le contara la leyenda de que allí, justo donde él estaba sentado, el Gran Caruso se emborrachaba cada noche y enseñaba a cantar a la dulce Apolonnia hasta que se consumió en su Mattinata con los últimos tragos de una vida apoteósica que conoció el amor segundos antes de estrellarse contra la Nada.

Claro que aquí, verán ustedes, en estas sucias palabras, jamás cabrá lo que fui ni podrá reconocerse un solo gramo de Vida, del mismo modo que en la canción tardía y curda de leyenda que el amigo que nunca conocí compuso sobre mis últimas horas, tampoco caben los misterios que encierra la muerte, ni el atardecer que apresa el whisky ni el epitafio de ojos fijos que era Apolonnia y, sin embargo, no está mal esto que dices amigo Lucio, no está nada mal...un uomo abbraccia una ragazza dopo che aveva pianto poi si schiarisce la voce e ricomincia il canto...




Iván Onia Valero

4 comentarios:

  1. "...todos los Enrico Caruso que me atravesaron habían acudido a aquel hotel y entonces comprendí que aquel era mi último concierto y que la muerte, ya sin miedo, también me estaba escuchando".
    Sólo por ese trozo, Iván, ya merece la pena tu prosa. De verdad, es mucho mejor de lo que crees. Enhorabuena

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  2. Es mejor convertirte en sujeto de la frase y decir que la prosa merece la pena por ciertos lectores y no al contrario, gracias por el comentario.

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  3. Es tan hermoso lo que tú escribes, como lo es de triste y emocionante lo que en estas bellas palabras relatas

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  4. muchísimas gracias por tu comentario a esta antigua entrada, gracias por los ojos de leerme a través del tiempo, un abrazo.
    PD: tu comentario me ha servido para modificar la parte musical que ya no se puede escuchar.

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