
París era mi abuelo en la distancia
diciendo adiós y cuídate,
el murmullo de la época adolescente.
París era el sueño de tantos
que París fue grande siempre:
la Concorde, Notre-Dame, Sacre Coeur.
Me equivoqué. París era distinta
a la ciudad de las guías que mi madre
había comprado. Aprenderé francés,
me dije, con acento extranjero
delante de un espejo.
Luego llegué con la soledad
de una niña de pueblo, en medio, tan pequeña,
de los parisinos abarrotando la plaza de Châtelet.
París tenía el olor de un panadero gordo
amasando harina de trigo,
olor a café, a libro viejo, olor a lluvia,
a suciedad en el metro, a restaurantes
chinos, libaneses, marroquíes, argentinos,
olor a queso, a crêpe,
a mostaza,
a vino, olor a algo parecido
a un sueño enfrascado y envuelto con un lazo
rojo, gigante, diciendo bienvenida.
París era bullicio, era gente nueva,
era un trabajo, hasta que un d´ia
maldije al señor aquel que me acusó:
ahora venís a robarnos el empleo.
París ha sido tantas cosas
que París tiene que quedarse
a la fuerza en la memoria
de una época que acaba.
He perdido muchas cosas,
pero el balance es positivo, podría decir:
he ganado el amor y he ganado en la lucha,
he ganado en ser más sabia
como los sabios que se contentan
con lo puesto,
he ganado en sentirme yo
en medio de esta ciudad que te persigue,
he ganado porque he aprendido
una lengua
que será siempre ya mía.
He ganado las cosas
que ganan los que pierden:
saber que el miedo es el problema
de la fórmula sagrada,
saber que si no hemos vencido
nos queda aún el futuro en la pala
de la mano,
el corazón enraizado en muchas tierras
sin saber qué significado le dan en realidad
a la palabra patria.
He ganado en París todo lo que he pretendido
como una niña que aprende
a anudarse el lazo del zapato,
echa a andar y se deshace.
He aprendido que echar de menos
es el primer deber al salir de casa,
he aprendido a abrazar por el auricular
de los teléfonos,
a reírme de mí misma,
a estar alegre.
He aprendido que la vida es solo instante,
he aprendido a elegir,
o a intentarlo.
París ha sido frío, espeso, y algunos años
no ha tenido ni un verano,
pero puedo decir
que en París he querido parecerme
a Louise Bourgeois adolescente,
a Colette o a Simone de Beauvoir.
De puntillas bajo la lluvia
he bailado junto a la Torre Eiffel
como si alguien hubiese planeado
el fin del mundo.
Llegué también con los brazos abiertos
y en París me estrujaron el corazón
y luego aprendí a calmar el dolor terrible
de lo injusto. Pero debo dar las gracias,
no olvidar que un país se hace casa
tan pronto como una aprende de memoria
los planos del tren y el metro.
Pienso en París amaneciendo
con el pijama puesto, llena de nostalgia,
porque ya no quiero nunca más quedarme sola.
Hacer la maleta pensando en París
es algo parecido a comenzar de nuevo
sin miedo a los idiomas o a los habitantes,
comprender la soledad de los árboles
y reconocer el frío antes de tener que sacar
la ropa de invierno.
Habitaré otras ciudades
y seguiré tachando idiomas y haciendo listas
de sueños y pendientes
y en el balcón seguirán la abuela,
mamá y papá, diciendo, adiós, hasta la vista,
y nosotros de la mano.
He tenido miedo. He crecido en medio
de rincones oscuros y caminos de piedra,
pero París tiene los ojos azules de mi padre
mirándome fijamente y diciendo
mantén el corazón tranquilo,
sonríe a quienes te hagan daño,
no olvides nunca
de dónde vienes.
Por eso París siempre será
un lugar
lleno de gris y hojas muertas,
la ciudad de los edificios señoriales
que yo misma construí sobre cada uno
de los lunares de mi cuerpo.
Por si algún día vuelvo a quedarme sin nada
y tengo que volver,
no me digas au revoir:
nunca me habré ido.
Sara Herrera Peralta
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