lunes, 3 de junio de 2019

El marino


Para otra vida llamadme sólo el marino, dadme únicamente la red y la madera pintada del peor barco del pueblo. Si veis tierra bajo mis uñas no preguntéis de dónde vengo, a qué me dedicaba ni qué lengua es esa que hablo. Dos camisas en el verano, una amarilla, la otra blanca y, para el invierno, lana en el cuello y algo que me permita coser y anudar bajo la lluvia. Dadme un par de canciones, una para la tierra y otra para la mar y un nombre oriundo para mi barco: Addolaratta, Barbara, Catalina, Juliana… no sé, pero que a poco de leer el nombre, numerosos peces se peguen y me den fuego y conversación de alta mar.

Cuando regrese al puerto mis tobillos sabrán de la aurora y la sal, la mercancía será sencilla, los peces podrán contarles qué hacían allí donde vivían hasta que dieron conmigo. Habrá pulpos de abrazo y bocinegros impacientes que les hablarán de los días en que me soñaban, de los saltos necesarios fuera del agua para componer una noche bajo los astros que pudiera considerarse decente o de mi sonrisa blanca en mitad de la noche y de cómo fue inevitable venir a morir entre los nudos porque mi nombre era una leyenda antigua, una vieja historia que se cantaba, una promesa deslavazada del orden del tiempo.

Ya ven que no pido gran cosa, si acaso, algún domingo, cuando la gente mira al cielo de septiembre con las manos llenas de trigo y beben, y bailan, y sudan debajo de bombillas pintadas, enséñenme las primeras notas del acordeón y a contar sin espanto las flores del vestido de aquella muchacha o alguna canción en vuestra lengua que la haga saber de mi intención por cambiar el nombre en las costillas de mi barco por ese otro suyo.


Iván Onia Valero de Hermanos de Nadie (Karima Editora, 2015)

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