jueves, 14 de febrero de 2019

Amantes asesinados por una perdiz (fragmento)


Fue muy sencillo. Se amaban por encima de todos los museos. Mano derecha
con mano izquierda.
Mano izquierda,
con mano derecha.
Pie derecho
con pie derecho.
Pie izquierdo con nube.
Cabello con planta de pie.
Planta de pie con mejilla izquierda.
¡Oh mejilla izquierda! ¡Oh, noroeste de barquitos y hormigas de mercurio! Dame el pañuelo, Genoveva; voy a llorar. Voy a llorar hasta que de mis ojos salga una muchedumbre de siemprevivas. Se acostaban.
No había otro espectáculo más tierno...
¿Me ha oído usted?
¡Se acostaban!
Muslo izquierdo
con antebrazo izquierdo.
Ojos cerrados
con uñas abiertas.
Cintura con nuca
y con playa.
Y las cuatro orejitas eran cuatro ángeles en la choza de la nieve. Se querían. Se amaban. A pesar de la ley de la gravedad. La diferencia que existe entre una espina de rosa y una Start es sencillísima.
Cuando descubrieron esto, se fueron al campo. Se amaban. ¡Dios mío! Se amaban ante los ojos de los químicos.
Espalda con tierra,
tierra con anís.
Luna con hombro dormido
y las cinturas se entrecruzaban una y otra con un rumor de vidrios. Yo vi temblar sus mejillas cuando los profesores de la Universidad le traían miel y vinagre en una esponja diminuta. Muchas veces tenían que apartar a los perros que gemían por las yedras blanquísimas del lecho. Pero ellos se amaban.

Eran un hombre y una mujer,
o sea,
un hombre y un pedacito de tierra,
un elefante y un niño,
un niño y un junco.
Eran dos mancebos desmayados
y una pierna de níquel.
¡Eran los barqueros!
Sí.
Eran los barqueros del Guadiana que cercaban con sus remos todas las rosas del mundo.

El viejo marino escupió el tabaco de su boca y dio grandes voces para espantar a las gaviotas. Pero ya era demasiado tarde.

Ocurrió. Tenía que ocurrir. Cuando las mujeres enlutadas llegaron a casa del Gobernador, éste comía tranquilamente almendras verdes y pescado frescos con exquisito plato de oro. Era preferible no haber hablado con él.

En las islas Azores.
Casi no puedo llorar.
Yo puse dos telegramas; pero desgraciadamente, ya era tarde.
Muy tarde.
Sólo sé deciros que los niños que pasaban por la orilla del bosque vieron una perdiz que echaba un hilito de sangre por el pico.

Ésta es la causa, querido capitán, de mi extraña melancolía.

Federico García Lorca

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