sábado, 26 de enero de 2019

Un almendro en un campo de robles


Algunos cuerpos nos hacen creer en la mortalidad.
De tan blancos y tirantes, como una estrella recién parida. Mucho más por nuestras lejanías, por nuestro avistamiento de ecuadores y barrancos que por su propia naturaleza tersa, como de tripa y bordón, esos cuerpos.

Ajenos a la literatura de las comparaciones, existen simplemente en sus órbitas, en los anillos de Saturno del domingo, en el paseo con periódico bajo el brazo que tiene la fecha de tu muerte escrita, en el bosque donde te adentraste para buscar setas o aguas, sin saber que ibas a doblarte el tobillo con ese trozo de materia interestelar, blanco y tibio, polvo del espacio, levadura del misterio de los hombres.

Hay edades y cuerpos que aportan la experiencia, la sabiduría, el sosegado temblor del vino y la palabra en las fiestas a las que se acude, como a un velatorio de vivos, para escuchar el saxofón de la lógica, la fresa exacta de la ironía. Pero entonces aparece la muchacha con su vestido rojo, impuntual y despeinada, en esas horas en las que ya no se espera nada más de la noche y enciende la luz como un almendro en un campo de robles. Si tocaras tu pecho en este momento, un tranvía adolescente te partiría el esternón invirtiendo los órdenes del tiempo. Recuerdas la oración que cantabas tanto cuando aún creías en la infinita sencillez del mundo:

Yo me ofrezco enteramente a ti… te consagro en este día, mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón; en una palabra, todo mi ser. Ya que soy todo tuyo…, guárdame y defiéndeme como a pertenencia y posesión tuya.

Creías en Dios entonces y en su limpia madre que te tornaba justo y bueno. Después ya no creíste en nada más, hasta esta noche en la que un ángel te ha mostrado el hombro como el aldabón de una promesa rubia, como una almendra encima de las olas y lo has comprendido en un segundo: algunos cuerpos nos hacen creer en la inmortalidad.

Iván Onia Valero, de Paseando a míster O (Asociación Noctiluca, 2017)

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