miércoles, 29 de agosto de 2018
Onofre, el leñador, tiene el pecho picado de pájaros. A veces vuelve del bosque con un pájaro incrustado en el pecho desnudo, como esos que se incrustan en el motor enrejado de un automóvil (aunque me parece que ya no hay automóviles de ese tipo).
Onofre, el leñador, se arranca el pájaro del pecho, un bulto de plumas hinchado de sangre y con el pico pegado por la sangre seca. —Si quieres te lo guiso— me dice. Pero yo no quiero que me lo guise.
Petunia, la niña, tiene unos diecisiete años (así como el leñador tendrá cien o doscientos, que la ignorancia y el bosque dan longevidad).
Petunia, la niña, viene a ver pájaros muertos, los filos de las hachas de Onofre, por los que pasa un dedito, como eligiendo el hacha con que el leñador ha de decapitarla.
Petunia, la niña, viene a ver las figuras que hace Onofre con la madera que corta y a acostarse con él, pero de la manera que ellos lo hacen, pues Petunia es virgen y no quiere dejar de serlo. A Onofre, por otra parte, le dan asco las mujeres vírgenes: —Huelen a cera como los angelitos de retablo.
Petunia, la niña, tiene en la cara una inteligencia de manzana sin madurar, unos ojos de gato listo y una media sonrisa en la que esconde el secreto de sus primeras menstruaciones y otros profundos secretos adolescentes.
Petunia, la niña, tiene unos pechos sueltos que navegan a su aire, como barquillas de la misma flota, pero muy independientes entre sí.
Petunia, la niña, tiene un culo grande, excesivo, de niña culona de museo. Un culo fresco y antiguo.
Petunia, la niña, reserva su virginidad para cuando se case con un guarda forestal, con un macho cabrío o con un cabrón directamente.
Onofre, por otra parte, ya no tiene erecciones, de modo que han encontrado el acoplamiento perfecto sin acoplamiento, y a mí, que para eso soy su vecino de bosque, me permiten a veces estar presente mientras hacen la cosa.
Onofre se tiende, desnudo y viejo, todo lleno de cicatrices, picotazos, señales rojas y recosidos, en un lecho vegetal que supura un agua verde.
Petunia, la niña, se pone en cuclillas sobre él, también desnuda, y le va orinando las cicatrices y los puntos rojos al viejo leñador, primero una señal tras otra, y luego todo a la vez, en alegre regadera que vuelve a hacerla infantil.
El calor de su orina va licuando la sangre de Onofre (no sé por qué se me ocurre, en estos casos, llamarle San Onofre, e ignoro si aquel santo - si lo es que lo hubo- pasara por semejantes trances)
Las heridas se abren, la sangre corre de nuevo, a Onofre, sin duda, le escuece, le calienta y le alegra.
Primero juega con los pechos colgaderos y pictóricos de la niña, pero luego se retuerce bajo el placer y el dolor de la orina fresca en sus heridas renovadas, hasta que tiene fuertes espasmos y supongo que eyaculación, pues, ya para entonces, yo no miro, sino que me he levantado a la cocina a coger una coca cola fría y bebérmela de un trago.
Lo que me gusta es sentarme en el suelo, muy atrás de Petunia, por verle el culo de inmensa manzana virgen.
Cuando acaba de orinar sobre la sangre licuada de San Onofre, yo creo que Petunia se masturba con un dedito, o con dos, por cómo el bamboleo nada newtoniano de la inmensa manzana se transforma en creciente vaivén.
Luego la niña se tiende sobre el santo leñador (tiene hechos algunos milagros a los animales) y duerme en un lecho de carne vieja, sangre que vuelve a secarse, jugos vaginales frescos, sueño, agua verde y pecado.
Sería el momento de entrarle por detrás a Petunia, vagina o recto, pero no es mi estilo,“qué coño", como decíamos en la ciudad, de modo que me vuelvo por el bosque, no sin antes haber cogido otra cocacola helada para el camino, y me meto en mi propia cabaña de leñador, entre mis árboles, decidido a tirarme a la muñeca del Cortinglés que me regaló una vez Ramón Areces, de hoy no pasa, pero, en lugar de eso, me siento a la máquina a escribir esta historia.
Francisco Umbral
Cuadro: El Guardián del Bosque. Nicolás Coronado
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