jueves, 19 de julio de 2018

Cuentito de verano con tonto a las tres


Después de quince días en un pueblo de la costa, regresó mi mujer con un niño que hablaba.

Señalaba, el brujo cabrón, y decía cosas/cuestiones sueltas, inconexiones. Junto a su cabeza revoloteaban las sílabas y las escogía muy al azar, como si garabateara con la voz, al estilo en que Kandinsky trataba el color rojo. Me asusté bastante.
—Este príncipe que balbucea cosas como concha, ola, agua... no es mi hijo—,
te entregué a un niño mudo y me devuelves este saquito de fonemas, mañana mismo vamos al médico.

Después de explicarle el caso al pediatra de guardia, éste se quitó las gafas, como si descalzara los ojos de algo pesado o antinatural, necesitaba comodidad y contacto con la realidad para saber si lo que estaba escuchando era cierto —es curiosa esta práctica de atender a un sentido para agudizar otro, del mismo modo en que apagamos la radio del coche para aparcar mejor—. Necesitaba claridad para entender cómo un tipo como yo, un imbécil de mi talla, había logrado el milagro de engendrar vida humana o cómo la sociedad y leyes de este siglo me permitían ser llamado padre de algo. Pero no me dijo nada de lo que rondaba por su cabeza, sólo se limitó a tranquilizarme, me llamó "buen hombre", "alma de cántaro" (el paternalismo y sus dulces metáforas) y me explicó brevemente los diferentes desarrollos del habla que experimenta un bebé a estas edades.
Usted no ha visto cómo señala las cosas antes de intentar el lenguaje este chamán —intenté explicarle—, pero aquí yo no soy el profesional, sólo el sorprendido.

Pasaron semanas, hasta que una noche desperté sobresaltado a las tres de la madrugada, como cuando uno piensa demasiado en su propia muerte, que decía Simic en un poema. El Pacífico, el Atlántico... todos los océanos y mares, que en realidad son uno solo, y sus memorias perdidas en el origen del tiempo habían llegado hasta sus tobillos, el mar le había entrado por los ojos, y la nariz, y los oídos hasta romperle en el habla. Las cosas lo inundaban y tenía que decirlas.
Cómo pude llegar a ser tan imbécil.

Iván Onia Valero

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