
Esta señora me cuenta una historia
que desconozco, amontona sílabas
y las empuja como a vacas tristes
para decirme la vida estupenda
que ha transcurrido sin mí desde entonces.
Esos labios abiertos y aburridos
-hijos funcionarios, marido enfermo-
ya no son aquellos otros de sangre
que llamaran a la puerta de los
míos en los días del primer verano
que creímos en la inmortalidad.
Cuando al fin logro pronunciar
el trozo cruz y mármol del adiós,
la observo alejándonos un rato,
redondeando la calle su silueta
desgastada,
y me sonrío moviendo
la cabeza hasta que un gran autobús
pasa de largo ante mí, devolviéndome
la figura de un viejo que me mira
-casi desvencijado, poca cosa-
desde unos ojos que me pertenecen.
Iván Onia Valero 2006
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