viernes, 21 de septiembre de 2018

Halándome de la mano


Adoro los agujeros que la luz ametralla a través de la
persiana en los cuartos. Nos convierte en abejas obreras,
velando el sueño regio de la siesta. Entro cuando
el niño se despierta, me tumbo junto a la cuna y le
presto mi mano como un juguete de sangre. Muevo
los dedos, paseándolos por un teclado aéreo, se la
acerco a la cara a modo de garra. En el momento que
la coge y tira de ella, regresa al mundo de los vivos
desde quién sabe qué profundidades. Aquí hay dolor,
le digo, pero esta es mi mano, a ella perteneces.

Pero eso fue después,
antes

iba por la autovía con mi primer coche, camino del
desguace. El aire acondicionado aún funcionaba, ese
abrazo fraternal de la máquina enfriando el mes de
julio para mí me remordería la conciencia mucho
tiempo. Hay algo animal en los objetos que nos acompañan
durante una parte de nuestras vidas. Después
de muchos años, solo somos capaces de poner en pie
una época vivida si recordamos el coche o el perro
que teníamos entonces. Hasta descabalgarlo y dejarlo
arrumbado en una esquina del cementerio de chatarra,
funcionó como un buen soldado, leal y sin preguntas,
con su traqueteo de cafetera digna. Durante
un mes estuve pasando por el sitio donde lo abandoné,
pensando en si estaría esperando mi regreso. Vi cómo
unas manos que nunca veía le iban arrancando las
partes más tiernas: faros, ruedas, altavoces, aceites y
canciones. Una vez fui y ya no tenía volante; otra
vez fui y le habían arrancado las puertas. Por un momento
me pareció ver mi propio rostro descarnado
en aquella ladera, igual que una calavera desojada, y
ya no volví más.

Pero eso fue después,
antes

un MIKASA duro, de triángulos negros, me llegó desde
atrás. El pase era de un compañero pelirrojo con
pecas con el que me saludaba por cortesía los días
de entrenamiento, pero fue el primero en felicitarme.
Desde unos veinticinco metros, la pelota, como un
satélite de mi alma, salió perfecta, dibujó una melodía
—juro que escuché la música—, una campana de
Gauss con un badajo adolescente. Era el pájaro más
bonito que había visto jamás. Buscó la escuadra como
un meteoro lento y bajó al albero muerta de acierto.
El pitido del árbitro señalando el gol fue el principio
de un silencio total. Cuando no estás acostumbrado
a la gloria, tu primer gol te deja sordo y algo triste,
porque notas cómo algo virginal ha sido penetrado
por una belleza fugaz. Te conviertes en un joven flaco
y pasmado en el centro de un campo amarillo al que
abrazan todos solo porque llevas su misma camiseta.

Pero eso fue después,
antes

corría detrás de una manzana mordida por mi prima.
Habíamos capturado una ranita en la parcela y quería
ver si se alimentaba de manzanas. Tropecé con la
goma gruesa y verde que siempre andaba por allí igual
que una serpiente de la familia. La olía a escondidas,
era uno de mis secretos junto con el de subirme a la higuera
para arrancar los frutos verdes y jugar con una
leche que salía y me cuarteaba los dedos. Metía mi
nariz en el agujero oscuro de la manguera por donde
venía el pozo a susurrar su cuento, ponía mi boca en
un extremo y decía mi nombre para escuchar la voz
cavernosa del hombre que me esperaba. Me gustaba
ver el agua gorda salir y empapar los surcos rectos
trazados por el abuelo, creo que esa cópula del líquido
con la tierra seca es mi primer recuerdo de alegría,
tocar el barro como un embrión de los domingos.
Caí a la piscina de invierno. El abandono es verde
oscuro y la muerte es un chapoteo verde. Cuando sacaba
la cabeza veía a la gente alrededor de la piscina,
espectadores verdes de mi fin. Un cuerpo me abrazó
sacándome de la alberca; me desnudaron, me llamaron
niño verde, batracio, astronauta de lo hondo, y
me secaron con una toalla olvidada del verano. No he
vuelto a pensar en esa manzana hasta hoy.

Pero eso fue después,
antes

era de nuevo domingo. El domingo tiene una tristeza
propia, sin metáforas; las cosas son tristes como
un domingo, pero este día no tiene un espejo donde
mirarse. Para ser justos, su tristeza radica en ser un
prólogo, la víspera de algo amarillo.
Al principio fue el simple ejercicio de la escritura. Más
que levantar una catedral de estilo, amaba pasar una
punta por el papel y que dejara un rastro. Las letras
constituyeron mi museo de insectos; me gustaba cambiar
las aes, decapitar una jota, despeinar oes, intentar
las alambradas de la buena caligrafía. Aquel domingo
por la tarde, mi padre afiló el lápiz con el cuchillo
del jamón, dejando una punta sádica y lúbrica que
deseaba el papel de los lunes. Lo envolví en algodón
y lo guardé con cuidado en la mochila. Aquella noche
no dormí pensando en que, a veces, la tristeza tiene
estas cosas tan alegres.

Pero eso fue después,
antes

me dormía las noches de verano con una canción
llamada Los monos calvos, cuando alquilábamos una
casa grande como un pueblo desbordado de primos.
Cenábamos hamburguesas, con los hombros quemados,
esperando que pasaran algunos días para despellejarnos
los unos a los otros y jugar a adivinar a qué
país se parecían los mapas que agosto nos dejaba. Al
acostarnos, mi hermano ponía la cinta La cabaña en la
colina, de un grupo que ya no existe llamado El Norte.

Y mucho antes

caminaba a un cine en Torre del Mar para ver ET. El
extraterrestre, con unos pantalones cortos, amarillo pálido,
porque los colores intensos vendrían más tarde,
y masticaba la nueva palabra del día, playa, con una
plasticidad que nunca más he recuperado.
Mi madre dice que es imposible que recuerde estos
detalles.

Y antes de todo

estoy tendido en una cuna sonriendo a la mano de mi
padre, no soy patrimonio de nada más, pertenezco a
esa mano. Cuando voy a cogerla aparezco, de pronto,
al otro lado.
Soy el cogido de la mano.
Es hoy por la tarde.

Iván Onia Valero, de El hijo (de Sharon Olds), Maclein y Parker, 2018

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