jueves, 3 de agosto de 2017

La mancha en la corbata


Había una zorra, hija de Satán, en el lugar donde desayunaba alguna mañana, me gustaría haber sabido su nombre para decir: había una zorra, hija de Satán, llamada Elvira o Cati, porque nombrar nos hace más humanos que haber inventado el telégrafo, el riego por goteo o la trigonometría. Cuánto de ternura evolutiva y de estupidez hay en querer poner nombre a una cara, qué ganamos reduciendo lo abstracto, el moco universal de lo inasible, a un chute fonético; llamar Beatriz a una estrella descubierta, como homenaje a tu primer amor, Jorge al lago donde se ahogó tu hermano, Candelaria a la bicicleta que la abuela bendijo aquellas navidades, cuando aún creías. Sin embargo, nunca la llamaron, simplemente porque no dejaba hablar a nadie con su odiosa voz aguda de funcionaria (voz aguda, esta penca me dejaba sin metáforas, pero imaginen, para entendernos, un violín barato en manos de un mono enfermo). Sus gafas -esas gafas-, su tinte, sus repugnantes caderas de mostrador y sello, sus anécdotas grises de supermercado, profesor o aeropuerto las cuales quiere creer que interesaban al resto de pobres clientes, que sólo queríamos tragar y largarnos de allí sin que nada nos hiciera tropezar justo en ese momento de la mañana y andar cojos el resto del día.
Por lo demás, aquel era un sitio amable, pedías un café y un trozo de pan con algo y la camarera, que parecía sacada de las muchachas del Capitán Neruda, te traía una copa de zumo de naranja recién exprimido sin que lo hubieras pedido, cortesía de la casa contra el invierno.
Alguna vez fantaseé con levantarme y decirle algo ingenioso a la funcionaria, salir como un héroe por la puerta y que dejara de llover en ese instante. Otras, con insultarla sin más y, la mayoría de días, pensé seriamente en rebanarle el pescuezo con el cuchillo de la mantequilla, pedir luego otro café y esperar sentado a la policía, un lunes de esos en los que el equipo hubiera hecho las cosas bien el domingo, un empate en un campo difícil me valdría, igual un buen verso, tampoco hacía falta más, mientras la gente me saludaba y se acercaba para tomarse una fotografía junto a mí. Pero apenas la veía llegar, acababa la página, el poema se truncaba a la mitad como una tibia fresca, chispeaba fuera, el equipo había vuelto a perder sin honores. Entonces apuraba el café casi frío y el zumo como un petróleo aéreo, aceite astral de la fruta, igual que una costumbre diaria, como son de exactos y fríos los picos de ave hambrienta que se abren en un reloj.
Podría decirse que acababa clavándome el cuchillo a mí mismo para que el mundo siguiera rodando sin noticias, un sacrificio redentor y mesiánico que me dejaba una gota de sangre siempre en el mismo lugar de la corbata. Hablaríamos incluso de que esa zorra impertinente con voz de pífano húmedo, me manchaba la corbata de sangre todos los días.

Iván Onia Valero

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