sábado, 15 de julio de 2017

Cinco noches y una cabeza cortada: el decapitado de Ashton


Le dijeron enero al gran negro Pit y en sus bolsillos
empezó a crecer la flor del algodón. Las escopetas fuertes
de la sien le golpearon y fue consciente de la seriedad del
asunto, el gran negro Pit.

Solo de verdad, en los centros de lo oscuro, se toca el
cuello y cuenta la saliva porque no le dejaron ni un reloj.

“Te vamos a cortar la cabeza, negro”
–le dijeron–

“En enero”
–eso fue todo–

Y desde entonces piensa en los pájaros enjaulados,
en las muchachas del algodón;
el sudor y la luna negra,
en los pezones de Inés la Chica,
que venía a secarle el cuello
y se le hinchaban los pechos
como la tierra cuando nadie mira.
Piensa en los universos que separan
una mano de un hacha,
en la saliva piensa,
en la alegría de un niño que captura un pájaro.

El gran negro Pit, que aherrojaron un domingo mientras
bebía su cerveza y pesaba
los dos o tres odios antiguos. Un puñado de flores le
asomaba en los bolsillos.

La mañana que le cortaron la cabeza y los dos días que
le precedieron, serían recordados con el tiempo en las
jornadas grandes de aquel pueblo sureño.
El viernes, uno de los hijos del herrero, salió a la plaza con
un trozo de oro en la boca, soplando una melodía profana
hasta que los ojos se le volvieron un himno.
Al parecer, había estado construyendo una gran trompa
áurea y ensayando en secreto más de siete inviernos.

El sábado, después de quince años sin saber de ellos y
agotada toda esperanza, regresaron los cinco jóvenes
miembros del club de exploradores que, según relataron,
esa tarde se hizo tan noche que fueron cayendo
uno
por
u
n
o

dentro de aquella cueva, alimentándose todo ese tiempo
de unos extraños seres ciegos y alados, hasta que, en esa
misma mañana, uno de ellos gritó la luz más fuerte que
cualquier continente imaginable.

En honor a estos grandes prodigios, el hijo del herrero,
con su gran trompa dorada, y los cinco ingenieros de la
oscuridad, abrieron el cortejo y las pompas que llevarían
a aquel gran negro a su definitiva partición.

Estaba tan nervioso que olvidó su última voluntad
y sólo pudo balbucear el verso que una vez oyó que le
encontraron a un poeta muerto dentro de su abrigo:

estos días azules y este sol de la infancia

algo que enterneció al hombre del hacha, puesto que,
además de verdugo, William también era el poeta del
pueblo. Su padre fue un poeta mediocre y olvidado que
apenas escribió nada reseñable más allá de un poema al
gran poeta que creía ser y otro a un cocodrilo que mordía
los corazones rotos a los hombres (algo que nadie llegó a
entender jamás). Will, por su parte, le dedicó una elegía
a su padre cuando aún estaba vivo y alcanzó algo de fama
con un romance de dos mil versos en el que narraba, con
un ritmo aceptable, todos los tipos de pescuezos, cogotes,
cuellos y golletes que conocía, así como las mañas y artes
del pescozón y el golpe seco.

Fueron precisos
tres

rojos

mandobles

hasta hacer desguazar la enorme testa.
Para tal ocasión, Will el verdugo había compuesto un
endecasílabo propio:

así no robarás más algodón

haciendo coincidir el tercer hachazo con la décima
sílaba del verso, hecho que hizo al público aplaudir por
no menos de diez minutos, acabando todo en un gran
estruendo loco y coral que exigía un bis de sangre.
Al no haber ningún reo más para ése ni los próximos
días, el rapsoda del hacha improvisó partiendo al aire una
gallina vieja.

Quedó Pit dividido,
encabal
gado
en la tierra, un desorden anatómico del que subía un
brazo de humo por cada parte rota hasta que invierno y
sangre decidieron una temperatura donde hallarse, una
puntualidad de frío, un cuerpo abandonado.
Semanas después, por allí cruzaban los comerciantes
o algún carretero y miraban un rato la cabeza mientras
fumaban su pipa. Uno de ellos pensó en llevarla consigo
y vaciarle los ojos
–tan–
podridos para rellenarlos luego con dos piedras verdes que
guardaba de cuando tuvo que saquear la casa abandonada
de aquel viejo deudor, pero, por un instante, recordó la
cara de asco de la señora Bennet esa vez que llegó con un
caballo a cuestas con el fin de convertirlo en un armario o
en una mesa de trabajo.

Y la dejó allí,
hundiéndose la esfera en el lugar

del que brotó más tarde un pozo blanco
donde las bestias iban a mirarse la sed negra en el fondo;

y del cuerpo borrado,
una fanega de yerba y algodón;

y del hacha olvidada, una higuera.

Tantas veces hicieron el amor allí los jóvenes,
tanta cerveza los domingos,
tanta música de agosto,
que, pasados algunos años, ya no quedaba nadie que
supiera recordar
por qué aquel lugar de agua y sombra se llamaba
Plaza de los Decapitados.

Iván Onia Valero de El decapitado de Ashton (Ediciones de la Isla de Siltolá, 2016)

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