domingo, 11 de junio de 2017


Ir con él por la calle, por el campo. Y nos da la medida de nuestro exilio, porque él sí pertenece a los cielos viajeros, a la luz del día, al estallido de la hora, y nosotros ya no. Nosotros nos hemos distanciado con el pensamiento, la reflexión, la impaciencia y el orden. El niño, que no tiene programas, se incorpora inmediatamente al clima, entra a formar parte de la meteorología, es natural en la naturaleza, y todo le sonríe, como dijo el poeta que los líquidos sonríen a los niños.
(...)
el niño, ya digo, es la medida de mi exilio, y mi hijo ha nacido de mí para vivir todo lo que ya no puedo vivir yo, los cambios de tiempo, el sol y la sombra, los prodigios de la basura y la minuciosidad del campo. Qué torpe para lo sencillo, qué hábil para lo inesperado. Crueldad y ternura son en él una misma cosa, y destripa el mundo porque lo ama, y sus pasos menudos van tomando posesión del planeta con levedad y amor, porque aunque el niño apenas si le pesa a la tierra, es más de la tierra que nosotros, viajeros ya por los aires convencionales de la reflexión y el miedo. Todo le recibe como si le esperase desde siempre, y puede mirar a los perros y a los gatos frente a frente, lo cual nosotros no hacemos nunca. El niño pasa del sueño a la vigilia dentro de una misma palabra, sin ruptura, sin trauma, y va por la casa despertando a lo que siempre estuvo dormido, hasta que él llegó: los picaportes, los cierres de los armarios, el fondo de las vasijas y el revés de los objetos.

Francisco Umbral

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