domingo, 11 de junio de 2017


De las tres cosas que me ocurrieron ese sábado, me quedo con la primera de ellas.
Sucedieron; segundo, en otra librería, de segunda mano ésta, encontré libros de poetas que conocía, muy nuevos (los libros) vendiéndose, dedicados con cariño por éstos a otras personas, que también conozco, y a las cuales ya no miro del mismo modo. Ahora desconfío de ellos y pienso mucho en la elegancia. A veces basta con arrancar la página donde te dedicaron un libro antes de vender al peso la carne magra de lo leído y desahuciado.

Tercero pasó una cosa muy sencilla y, no por cotidiana (me ha pasado alguna vez con un tomate), menos asombrosa, me enamoré de un melocotón en una frutería, así, sin más, a primera vista. Y a esta hora, siete y cuarto del día diez del mes junio del año 17 después del segundo milenio (China al margen), ese amor me está bajando, descuartizado, esófago abajo.

Antes de todo eso, ocurrió lo primero. En una librería, antes de pagar y viendo que yo compraba un poemario, una mujer joven le explicaba al librero cómo jamás la poesía le había interesado. Imaginad mi alegría, casi le planto dos besazos a ese pedazo de mujer. Se dirigió a mí y fue cuando me preguntó directamente si decir allí eso era políticamente incorrecto, a lo que respondí, mientras guardaba el libro en la mochila, que era algo maravilloso y que la envidiaba como no podía imaginar. También le dije que el verdadero problema es que estamos, todos, demasiado coaccionados por la idea de no llegar a un sitio supuestamente fascinante, nos frustra oír a cada paso que los libros son mesiánicos y mejores que cualquier otra realidad, cuando lo realmente escandaloso, señora mía, es decir aquí, donde nos encontramos, que el 80% del material que una librería vende es basura que el mar no traga y flota por estanterías y olas. La poesía, en su mayor y obscena parte, sólo es material inflamable y ése debería ser su único destino.
Creo que me tomó por una especie de pirómano porque se despidió con una prisa fabricada en ese instante y me dejó el lugar común en los labios de la pregunta más típica del mundo: “pero, ¿qué es la poesía?”.

De los cientos de vídeos de la Novena Sinfonía de Beethoven que hay en internet, hay uno que me gusta especialmente, se trata del de la Filarmónica de Viena, dirigida por Christian Thielemann. Hay un detalle del que sólo me percaté después de unos cuantos visionados. Más allá del éxtasis final y, en ese instante en el que la marea de aplausos está a punto de abalanzarse como un puma sobre los músicos para devolverlos a la realidad, la cámara recoge en el plano del director (que aún no ha regresado de 1824) a un violinista rubio, muy triste o preocupado porque en el último movimiento, las crines de su arco han saltado por los aires.
De modo que a un lado tenemos la gran obra de la historia de la música acabada de ejecutar magistralmente, dos siglos después, en el lugar donde a su autor le hubiese gustado escucharla y no pudo, con el público flotando en un orgasmo de violines y coros. Y, frente a ésto, hallamos a un chico rubio, delgado y pálido que mira su arco roto.
Dura apenas dos o tres segundos esa mirada en el centro de la Musikverein de Viena. Dura tanto, en realidad.

Iván Onia Valero

2 comentarios:

  1. Buenísimo, Ivan. El chico rubio bien merece dedicarle un poema. Gracias por mostrarlo.

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  2. Me alegro que te haya gustado. Un abrazo

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