lunes, 29 de mayo de 2017


Los novelistas, esos señores de corbata y estructura a los que el universo de sus mundos interiores les hace saltar un botón de la camisa en las entrevistas de radio, adonde acuden para hablar de su última criatura, así la llaman, usando muy a menudo maíces del campo de la obstetricia, como gestación o parto, y que en algún momento de sus vidas escriben poesía, (aunque ellos lo suelen llamar experimentar con la poesía, y es un gran matiz) me provocan una risa casi rayana en la carcajada. Me recuerdan mucho a esos autobuses de turistas que rodean el Bronx y después regresan a sus hoteles del Midtown o de La Quinta y hablan durante la cena de la experiencia por esos bajos fondos.

Por otra parte, los poetas, esos cachorritos de la liviandad, canijos y volátiles con su idea sola, como una fruta nueva y elíptica imposible de morder, muertos del hambre, mendigando su literatura deforme en los recitales vacíos, y que alguna vez intentan una novela y cierran los ojos muy fuerte para inventarse historietas y tramas de personajes, me producen una lástima profundísima, casi llegando a la úlcera por pura pena. Los pienso y no puedo dejar de ver a un perrito al que le falta una pata y siempre llega el último a una pelota amarilla o al pato cubierto de hormigas que Cortázar quería que imagináramos para enseñarnos a llorar.

Iván Onia Valero

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