martes, 31 de enero de 2017

la niña Agosto (fragmento de Carta a mi mujer)


El coche, el viejo coche, cuando estaba aquí, los veranos, alguna vez lo cogía la niña Agosto (le puse Agosto porque siempre venía por agosto), se metía en él desnuda, ¿adónde vamos, tío?, y sus pies de galleta pulsaban con sabiduría prematura el órgano de la velocidad y el paisaje. Conducía Agosto muy elegantemente, no era de esas mujeres que se echan sobre el volante, que lo aferran, que lo ponen rígido. Era una adolescente relajada conduciendo el citroen GS, llevando con facilidad aquel coche difícil, llevando con ligereza este coche pesado, y recuerdo aquellos paseos por veranos que ya entonces eran antiguos, la malicia infantil y morena de su risa, una luz que había en sus ojos oscuros y que no era luz, sino velocidad, esa manera que tienen los muy jóvenes de beberse la velocidad con los ojos.

Yo me dejaba llevar, claro.

Yo disfrutaba de aquel viaje hacia ninguna parte, de aquella huida de nada y hacia nada, y estaba atento, más que a la escenografía luminosa del crepúsculo (estas escapadas solían ser al atardecer), al cuerpo de la muchacha, de la niña, moreno y ágil, delgado y firme, con momentos infantiles de la carne, todavía, sólo un poco desbaratado en las manos, anchas y con las uñas comidas: la colonización de su persona por la mujer adulta y venidera aún no había llegado a las manos. En estos paseos (escasos) comprendí cómo la velocidad es una épica juvenil y el verano es un cielo que desciende sobre los muy jóvenes. Contra lo que dicen las religiones, la edad (la muerte) no nos va acercando al cielo, sino distanciándonos de él para siempre. La edad sólo acerca a la tierra. De vuelta del viaje, el citroen GS entraba en el garaje, cómplice de nada, niquelado de alegría y velocidad por una hora, otra vez joven. Pero allí se quedaba, en sombra, olvidado por Agosto, bebiendo o destilando el aceite pesado y sucio de su muerte.

Francisco Umbral
Cuadro de Julio Serrano

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