viernes, 25 de noviembre de 2016

El bar que me hizo odiar a los Doors



El rey lagarto siempre estuvo allí. Desde el principio.
Desde el final.
Apuraba la absenta de sus ojos
en un trago de insólita belleza.
Días extraños como licores sonámbulos.

El bar tenía sobre el mostrador un enorme corazón
Desangrado.

Un cráter de venas de aguardiente al que nos
asomábamos como insectos enamorados;
verte latir junto al sonido de tus pestañas,
era continuar la canción que desaprendimos aquella
tarde en la que murieron todos los peces.

Pastaban los unicornios en el cuarto de baño.

Solía asomarme allí casi a diario, con un rebaño
de golondrinas o solo,
con la cicatriz húmeda de las salamandras.
podía ser un día cualquiera, aunque tenía mis
preferidos;
los fines de semana tenían el color de las cartas
marcadas, prefería el solo de trompeta de los martes
o el jueves elástico, trapecio a tu encuentro.
Aunque mi favorito era el miércoles, lleno de huellas
amarillas, nucas como flores abiertas, barcos que
asomaban su hocico de buey tras las ventanas.
Donde la zozobra era la sal de las manos.

Bebían los unicornios el zumo de las flores pisoteadas.

El hombre que me hizo odiar a los Doors llevaba
un arco iris alquilado (como todos los arco iris)
prendido en la solapa del gabán.
Conservaba aún la mirada canalla de las pelis
en blanco y negro, el dolor que trae la música
que pronunciamos.
Traficaba con los ojos de las ballenas solitarias,
caracoles desatados, verbenas mojadas por la lluvia.
A mí me ofreció un trozo del corazón que aún
palpitaba en la barra y comprendí.
Supe del exilio cansado de los cometas, del naufragio
que respira en la noche.
Supe que nombrar era acariciar
el lomo de los perros callejeros.

Juan Cuevas

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