sábado, 27 de julio de 2019

Sofocón


La lágrima en la arena de Peret llevaba a cuestas la marca de un beso
negado. Hay litros de llanto que han empapado las salas de cine en un
momento álgido o tierno: uno mira hacia atrás o hacia los lados y la
caterva informe de los que adquirieron la entrada junto a ti dos horas
antes, se ha convertido en salada hermandad, un concierto lastimero
para trombón y pañuelo donde nadie desentona con su gimoteo
cuando Ilsa Lund vuela sin retorno lejos de Rick Blaine en Casablanca
o una lagartija abandona la cal del corazón y toca el piano llegando el
rejón serio de la palabra FIN.

Me gustaría saber qué clase de miedo sintió el primer hombre cuando
se sorprendió empapado en un misterio de sal y urea, quedándose
allí, tan solo con su génesis y su hormiga de la duda, aún sin palabra
alguna que nombrara el Descubrimiento. Seguramente notó que algo
se había roto sin remedio, para siempre, y con una piedra en la arena
levantó los idiomas esa misma tarde.

Otros llantos se solapan de forma impensable a la carcajada o llevan
dulcemente tatuada la inicial de agosto con cielo de orquesta y
plaza de pueblo. Entonces lloramos por miedo a que las isobaras con
bombillas verdes y rojas de las verbenas se apaguen y un decreto
arrastre lejos la vida y las muchachas. Antes de que nos demos cuenta
tenemos la cara seca y una foto a tiempo o una canción anclada, nos
recuerdan que una vez lloramos de alegría.

Pero sin duda, la peor de todas las formas de romper en llanto es esa
que no encuentra explicación ni sostén. Hay palabras que no saben
salir de los arrabales y te acompañan para los restos con la camisa a
cuadros, la pana rota, los zapatos rusos. El sofocón es una raza barata
de la pena, el chucho de las congojas que anda buscando la baranda
donde apoyar la desazón y no encuentra nada. El sofocón nos lame
como el olor a pan y plátano de septiembre. Es una pena chica que
nos deja sin aire en los parques de la infancia y que tu madre viene
a curar con un beso de saliva en el pañuelo para limpiar la sangre
negra de las rodillas. Años más tarde, se puede romper a llorar, sin
heridas, en los hospitales o los autobuses, delante del televisor o
mirando el césped del espejo, como el capitán general de los locos,
interconectado a todo y solo como uno solo. Hasta que alguien te
mira, se arremanga el sur de la lengua y murmura iluminando en el
viento lo que te pasa: ojú, qué sofocón más tonto has cogío.

Iván Onia Valero, poema recogido en la antología Luz Sur (Unaria Ediciones, 2016)

No hay comentarios:

Publicar un comentario