miércoles, 14 de noviembre de 2018

Joel y Clementine (Carta de cumpleaños)


Ya casi no lo recuerdas, ¿verdad?
Cuando yo era un niño que aprendía aes y emes
y tú me pintaste la nariz con tu primera regla.
Fue una tarde.
Viniste con un trote de yegüita,
te arrodillaste frente a mí:
mira, ya soy mujer,
te esperaré hasta que seas mayor
y las leyes de los hombres permitan
que me case
con el niño que eras ahora.

Ya casi lo olvidaste, ¿no es cierto?
El día que tu padre te regaló
la sheaffer azul con la que aprobaste
economía
o tocabas en el bolso igual que
la vértebra de un pobre animalito
que trae la suerte.
Estuvo muchos años perdida
y una mañana de jueves,
entre falsos murillos,
entre hojalatas del siglo pasado,
como tesoros de piratas que han
perdido la batalla,
encontraste de nuevo tu pluma,
que era más difícil de encontrar que el amor
y me la regalaste porque era mía,
– eso decías –
y yo escribo con ella estas palabras
o la cierro para tocarla
como si fuera tu esternón,
ese hueso de cierva, de loba, de perra
que me ha traído la suerte.

Si hay algo que sé, es que moriré pobre y enamorado de algo.
De algún objeto, de alguna plaza, de mi coche o de esta pluma,
de un gato o de un perro, que también son objetos, aunque por dentro,
un barroquismo circulatorio de la sangre o un helecho digestivo,
pueda decirnos lo contrario.
Un objeto es todo aquello a lo que hablamos sin esperar respuesta
o nos responde en su idioma. Sé que hay quien dice que se entiende
con su perro o con su gato, pero eso no es comunicación, es amor,
yo mismo me comunico con mi coche; tiene un hipo crónico que me ama,
Mozart vive entre las ruedas y me avisa del fin de las pastillas de freno.
Amo a mi coche o a mi gata; cuando uno sube las cuestas con orgullo de máquina azul
o la otra me muerde con precisión la mano que querría dentro de ella.
Amo al primer hombre o mujer que pensó que la berenjena merecía una segunda oportunidad,
que ese amargor en la boca, quizás con leche, quién sabe,
y nos legó un alimento válido, algo que nacía del amor.
Desde muy pequeño sé que amar los objetos es un oficio de poetas y de pobres,
por eso sé que moriré pobre y enamorado de esta pluma.

Ya no recuerdas que, cuando perdiste
la virginidad,
yo miraba por el ojo de la
cerradura
y apretaba entre mis manos una
llavecita.
Y la tarde en que te casaste,
era el muchacho que se mojaba en la entrada
mirándote debajo de la lluvia,
ese día en que no llovía.


No puedes recordar que en tu panza
te crecían infantas, tiernos príncipes,
y que amarían tu pecho y los árboles
porque yo los instruí para tus días.
Allí dentro, del barro a los fonemas:

ma-má
ma-má

y los bautizaste creyendo en Dios,
y no en mí.

Menos mal, amor,
que olvidaste a los hombres brutos, a las bestias bajo nuestro mismo siglo.
Menos mal que no recuerdas ya los lirios látigos,
las palabras huecas de panza de toro de bronce,
el aullido de aquellos a los que nunca has pertenecido.
Menos mal que apareciste con tu gabardina y tus botines rojos
y que parecías una niña delante del escaparate de una pastelería,
una huerfanita de la tarde
o una macarena impía que no quiere que la madrugada acabe.
Menos mal, amor.

Ya no recuerdas el día en que nos casamos,
porque, menos una, todas las higueras ardían con los invitados dentro.

Te cuesta recordar, después de tantas vidas, al crío que te ha crecido todas las veces vientre – tuyo – abajo.
El parto infinito en el que siempre saca tus ojos, tu pelo, mi altura de niño despistado que persigue a un gorrión y tropieza en tu ombligo tanto y tanto, a lo largo de la historia.

Olvida siempre que cierras mis ojos en esas ocasiones en que, de repente, me muero.
Nunca aviso, es cierto, ya me conoces, son mis cosas, y siempre se te pone esa extrañeza en el rostro de no entender a dónde me he ido, por qué demonios me he callado, quién ha puesto la noche sin avisar, como una taza roja sobre la mesa y lees algo que escribí antes de morirme.

– Me gustaría comprarte tomates a diario,
llevarle flores a tu vida.
Hacer de un un martes un acontecimiento,
no quiero fechas contigo,
ni aniversarios,
ni sábados.
Quiero verte cocer medio kilo de algo,
echar una camiseta a lo sucio,
besarte un dedo herido –

Después, como te dejé dicho, llamas a la funeraria porque ellos se encargan de todo.

Ya no recuerdas que siempre regreso
la mañana de tu cumpleaños.

Soy el niño que está cantando debajo de tu falda,
el que recita poemas de memoria:

Estoy en ti como un hijo infinito que no vas a parir nunca.
Me muevo por dentro como un buzo que recoge algas de tus líquidos internos
y te regala manojos de oros acuáticos,
de piedras alegres.

Después vienes con un trote de yegüita,
pones tu dedo rojo en mi nariz,
te arrodillas delante de mi altura,
y me dices algo que nunca entiendo, todavía.

Iván Onia Valero

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