lunes, 15 de octubre de 2018

Lili Marleen


Hans Leip

No son las ansias de victoria ni el amor al azar de una patria, sino los pájaros.
Son los pájaros que sobrevuelan los campos de batalla la causa insalvable de que los soldados, allá abajo, decidan matar al otro y no volarse a sí mismos sus jóvenes cabezas. Creyendo seguir órdenes disparan y se esconden como cucarachas, sortean charcos, agujeros, balas, obuses, cuerpos de compañeros y cadáveres desconocidos y así, van obviando el círculo de cielo donde bailan, entre nubes de tierra, los animales con las alas sucias, pero nunca olvidan que es a eso a lo máximo que aspiran, a levantarse de un suelo de sangre alguna mañana para atravesar los territorios en un vuelo que los devuelva a la cama caliente, al plato de sopa, al abrazo.

En 1915, el soldado Hans Leip se encontraba hendido por el amor de dos muchachas; Lili, seudónimo de una verdulera llamada en realidad Betty, y la enfermera Marleen. Antes de marchar al frente de la Primera Guerra Mundial escribió un almibarado poema de amor dedicado a una persona, una sola mujer: Lili Marleen.
Ni en el mejor o peor de sus sueños imaginaría el soldadito Leip que aquel poema de juventud del que renegara en su madurez:Das Lied eines jungen Soldaten auf der Wacht (La canción de un soldado joven en la guardia), iba a ser publicado veintidós años más tarde, a las puertas de la Segunda Guerra Mundial, y que, musicalizado por el compositor alemán Norbert Schultze bajo el título: Das Mädchen unter der Laterne (La chica bajo el farol), iba a servir de argamasa para que todos los soldados de la otra Gran Guerra, guardaran silencio al unísono cada vez que la voz de Lale Andersen sonaba por los altavoces entonando los versos de aquel soldado poeta.
Por las radios de los territorios tomados, como el de Belgrado, sonaba la música de una mujer, que era todo lo que aquellos soldados querían recuperar cuando todo acabara. Mientras tanto, la voz de otra mujer, Marlene Dietrich, se sintió empujada a cantar para el otro bando y en otra lengua la misma canción que el enemigo había tomado como himno apócrifo. De este modo, la segunda gran guerra del mundo quedó tatuada por la melodía de dos mujeres entonando un mismo poema de amor juvenil que estaba dedicado a un par de muchachas que casi treinta años atrás se repartieron, sin saberlo, el amor de un solo poeta.

Sólo hay un puñado de cosas que saben sobrevolar el aire encendido de una guerra, rayando el fuego con el látigo lento de la esperanza para los que, allí abajo, están ardiendo. Cuando ya no hay pájaros en el cielo que les recuerden que deben regresar algún día, sólo quedan unas pocas canciones que echarse a la boca para correr, matar y sobrevivir.

Iván Onia Valero

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