sábado, 13 de octubre de 2018


Cuántas veces, tendido, a esa hora del atardecer, después del amor, cuando una mujer, ardida ya, ha dejado de ser ella y se mueve como bulto o rumor por la casa, pienso, medito, existo, no existo ni medito, espero, no espero, oigo cantar a los niños en la calle, viejos niños de siempre, el que yo fui, niños del atardecer en la ciudad, tristes entre las luces, un rumor de barrio muy habitado, y esa línea fina en que se convierte el mundo, ido el deseo, rota la tensión, caído el vuelo.
La mujer, no sé qué mujer, bulto de vida, tenía el cuerpo lleno de hogueras que he ido apagando, como se apaga un monte, y ahora, ensombrecida o inexistente, anda por los fondos últimos de la casa, de la tarde, mientras yo no existo sobre esta cama fría, y levito en la paz, el hueco, el silencio y la lucidez del post-coito. Es un momento de suprema apertura, de honda disponibilidad, de clara luz, y sólo por eso valdría el amor, por haber llegado a este puerto de sombra donde nada me anda, a este estado —la única beatitud posible— de no desear, de no estar, de no ser. Los proyectos, el ruido de sables, todo eso está ahí, retirado, agazapado, esperando que yo me ponga en pie para invadirme y llenarme de armas, pero ahora, mientras demoro mi vida y abandono mi cuerpo, apenas existo y la tarde viene a llenar, como un agua sin prisa, los huecos de mí que voy dejando.
Sólo quiero esto, escuchar a los niños, vagamente, ser el que desde la sombra acecha sus juegos dispersos de última hora, y saber que una mujer vieja está entrando en una tienda con luces cansadas y legumbres dormidas, a pedir medio kilo de algo. Ah, esa paz del atardecer, cuando todos se han desceñido sus armas y, por fin, el mundo vuelve a hacer sonar la música lentísima de sus ejes, y podemos escuchar, siquiera sea a intervalos, la luminotecnia del cielo y la respiración de los enfermos. Estiro el instante, estoy entre la inmensidad del cielo y el cuerpo apagado de una mujer que espera. El amor, a la mujer, se le apaga lentamente. Lo cuida en sí misma, lo mima, lo restaña. A mí, el amor me deja una gran oquedad, una hermosa disponibilidad, me deja el pecho abierto y los ojos inmensos, y el mundo todo acude a llenarme, a cruzar, sin romperlo ni mancharlo, el cristal en que me he simplificado.

Francisco Umbral
Cuadro: Hombre desnudo en una cama, Lucien Freud

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