lunes, 16 de julio de 2018

Los poetas malos (última noción de Arthur)


Aún pienso en los trenes que venían desde
y recuerdo los barcos, su himno de bocinas
como un vómito que arrastrase las últimas
voluntades.
Todavía me oigo preguntarme
si desde el espigón parecerían
enormes megaterios alejándose
o si la gente que nunca viajaba
se sentaría en las piedras a contarse
las historias que se cuentan los que nunca viajan,
como esa del nunca regreso
o aquella otra que nos convertía en peces.

Cuando abriste la puerta de tu casa
me enamoré del sauce que te crecía desde los
zapatos,
poeta de ramas blandas –pensé–
y comencé a destruirte
porque sólo lo que se ama es un incendio hermoso,
es un ídolo de hierba,
es una sombra donde había una cabeza.

Ya nadie nos recuerda.
Íbamos a los nombres y a los antros
para oír a los dulces cacasenos.
Sólo los malos poetas escriben poesía.
Leen a otros poetas,
recitan como papagayos
sus estúpidas retahílas del corazón o la nube,
les apesta la boca a óxido y frases hechas,
dicen “es bastante” tapando la copa,
“hay un poeta que”
“este poema habla inédito”
“hay veces que me olvido de cenar”,
“me van a disculpar, señores” –dicen–
y se colocan el sombrero
y unas alas de cieno caliente como un hogar,
les crecen.
Abandonan temprano porque alguien les espera
siempre,
recogen las monedas y los oigo contarlas bajo el
abrigo,
después borrarán dos o tres versos para cansarse
y dormirán tranquilos con la mosca negra de la
duda
a la que llaman el hada. Los poetas malos.

Íbamos a los hombres y a los filos,
nos gustaba oler la música
que hacen las costillas al separarse
y el chaparrón de los interiores.
Cuesta comprender y quemar los restos,
saber que estás diciendo tus últimas palabras.
Para qué las ideas después
del imperio de algunas visiones,
qué poema no nace muerto después del mar.
Ya nada nos recuerda.

Aún toco mi mano y entonces vuelve a abrirse
el agujero de plomo por el que te miraba un tiempo,
igual que ahora miro por el ojo de buey
la vasta tiranía del agua
y la distancia que separa a Dios de las balas.

También, a veces, regresan los megaterios,
fabulosos en su lentitud,
buscando lo invisible esas bestias.
Como los trenes que venían desde,
como los barcos que llevaban hasta.

Iván Onia Valero de Hermanos de nadie (Karima Editora, 2015)

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