martes, 17 de octubre de 2017

Dios debe ser alguien que con dos copas se arranca (un poema inédito de "Paseando a Míster O")


Hemos llegado al final del invierno como si nada, como si principiáramos
la escarcha o tocáramos la tormenta en el naranjo, preñado del
zumo y la pulpa de los otros árboles que murieron entonces y que
ahora regresan.
Esa dulzura de los ciclos y nosotros tan aquí todavía, comiendo langosta
y bebiendo champán en este trasatlántico del presente, mientras
la orquesta toca fuerte el Lucille del pequeño Richard y, afuera,
la ola que habrá de borrarnos alimenta su terrible curva con odio, con
pequeños peces, con justicia.

El invierno se acaba, lo sé por las fresas y porque los gordos llenan
los parques de sudor y espíritu olímpico. Porque en el aire ya puede
olerse la cabalgata de abejas como valkirias señalando las flores
para el sacrificio.
Es casi una broma continuar en el mismo lugar mientras la vida
acontece sin descanso. Ver reventar el mundo una y otra vez, como
Sísifos incansables de nuestro propio esqueleto, cada año más insano
y pesado, contemplando cómo los ríos de sangre nueva salpican
nuestros zapatos para que un poco sonrían en su ascenso, se
alegren en la bajada.
A esta misma hora un adolescente plancha su túnica y besa las
siete llagas del Mesías en una estampa, más tarde se masturbará
pensando en las muchachas del Domingo de Ramos, esas novias descalzas
de la primavera que se paran delante de los escaparates y se
sueñan pisando el azahar con unos tacones rojísimos, hechos de fiesta,
potencias y espinas.

Es la vida.

La contemplamos desde lo alto de la colina, con el glosario de nuestros
huesos a la espalda, como a una macabra broma de los órdenes.
Si pudiésemos mirar mucho, veríamos la tiza en el infinito bailar la
fórmula de nuestra exactitud en el tiempo y el espacio, pero somos
limitados, obtusos, promesas del óxido, inventores de las palabras fe
y destino, llamamos a este fenómeno ley de vida.

El invierno se acaba,
en el bostezo de un oso cabe el alfabeto de la naturaleza,
las margaritas son una raza de la nieve.
Dios debe ser un buen tipo o al menos alguien que con dos copas
se arranca, nos deja ver la resurrección lázara del planeta cada
año, al tiempo que sus manos húmedas de alfarero nos abrazan
los tobillos y los clavan a la tierra con un guiño y un nuevo centímetro.
Me cuesta no pensar en otra cosa, pero atardece, las muchachas pasan
bellísimas, despeinadas y con los pies ensangrentados, el invierno
es ese viejo delgadito balbuceando en la puerta de la iglesia, un
globo se escapa y el niño llora su réquiem tirando del abrigo
paterno, pero ya le han dicho que el globo pertenece ahora a las estrellas,
como el hámster o los abuelos, aunque no entiende nada, ni
yo tampoco.
Un pájaro me picotea la calva y todo me parece una bellísima ironía. 


Iván Onia Valero
Fotografía de Cristina Quicler

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