martes, 11 de julio de 2017

La noche del explorador nº4


Sin duda, la esperanza es el peor
desempeño que un hombre logra albergar.
He perdido ya la cuenta del día
que dejé de sumar los días con heridas en los brazos:
a bocados, a látigo, a carne retorcida.

Nos seguimos reuniendo aquí, oscuros.
Después de que la tierra nos tragara
aquella tarde, fue duro asumir
las gravedades. Han pasado los años.
Aprendimos la lengua de las gotas
y de las alimañas. El tiempo es ahora
un grosor de agua, un grito puntual.
Steve y Danny cazan y desuellan
seres que jamás hemos visto,
los devoramos y lamemos en silencio
las alas y las rocas.

Nos sentamos en lo que debe ser
un círculo y, por turnos, se hablan viejas
historias de luz y de cuerpos jóvenes.
Mi favorita es una en la que Eddy
siempre acaba quitándole las bragas
a Sandra en un campo de narcisos
y huyen riendo delante del revólver
del viejo Tom. En la huida, Eddy se excita
al imaginar que Sandra ha guardado
las bragas en la cesta, junto al vino
y las fresas.
Más tarde nos besamos y follamos
hasta el llanto o el sueño.

Hace mucho, acordamos que matarse,
en nuestras circunstancias, guarda el mismo
grado de sensatez y de decencia
que dejarse vivir. En eso andábamos
cuando un grito de luz atravesó las piedras.
Venían desde lejos Danny y Steve
pregonándola como un continente.

Billy me abrazó, se había orinado encima.
Es horrible –me dijo–. Regresamos.

Iván Onia Valero de El decapitado de Ashton (Ediciones de la Isla de Siltolá, 2016)

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