martes, 23 de mayo de 2017

Brovales


En la Virgen de agosto íbamos a Brovales.
Mi madre usaba flores de pañuelos carnívoros
y siempre nos bañábamos en la sombra del lago.
Evitábamos torpes las cañas cenagosas,
las rojas sanguijuelas, las avispas terrizas,
las cañas putrefactas. En los charcos más puros
nadaban verticales bellas madres del agua.

Era una playa falsa, excavada al solano de agosto.

Y nunca fue en el mar,
y era imposible el mar,
el mar, el mar, el mar
como un eco imposible que evocaba el cemento.

Mi padre, que era un tipo como un hacha,
podía reventar las nueces con los dedos,
descabezar las víboras a correazo limpio.
Nadaba hasta el abismo, al centro del pantano,
y también provocaba los veneros.

Había bogas y barbos y oscuros cormoranes
y garzas, a la tarde.

Una vez murió un hombre.
Quedó flotando a cuerpo descubierto,
hinchado como un sapo.

En la Virgen de agosto íbamos a Brovales.
Mi madre, sus pechos mutilados,
sus extraños pañuelos de plantas fagocitas
y siempre nos pillaba la noche en el pantano.
Las encinas volcaban su verdura en el agua.
Recogíamos aprisa, con canciones de fiesta
que retumbaban lúgubres
en la cerrada ubre de las sierras.

Luego había tormenta, el ulular del cárabo.

El terror del vacío de mi infancia esdrújula.

Rocío Hernández Triano, de Pisar Cieno (XXXIV Premio de Poesía Ciudad de Badajoz) Algaida poesía, 2016
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Fotografía de Maxime Ballesteros

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