miércoles, 29 de marzo de 2017


Tan temprano y ya la pereza. No se trata de hartazgo vital, es sólo el cansancio crónico de los días, el dolor con ancla de la costumbre hecho fiesta entre las vértebras de la semana. Me duele siempre ahí, entre la radio del domingo y el gallo de los lunes. Me duele lo que de soneto y matemática tiene el calendario. Pero aún así, no son lo peor los días, sobre todo si se camina sobre estas costuras, en las bisagras del año donde la luz de diciembre a las seis de la tarde le levanta la falda a la casa y puedes mirar la mesa alumbrada, partida en dos por la cuchilla de sombra de la persiana, con el mismo asombro que miras la esfinge verde del gato sentado que también te mira.
Sin duda no es lo peor el teclado mudo del almanaque, lo peor son sus habitantes, los terrícolas y sus historias de miseria y canción que les abren en la cara una boca baldía e innecesaria, como si una ley o un silencio los nimbara con una corona de trigo. Esta harina de amor e imbéciles que llamamos otros, mundo, hermanos, con los que partimos y comemos el pan negro de la jornada.
Somos los funcionarios de la tribu.
Para que el mundo siga moviendo sus hombros continentales, sus caderas oceánicas, es indispensable convertirnos en piano y tocar, y tocar la polonesa interminable, la danza astral de los tiempos.
Sin embargo, es dulce comprobarse tecla sola en la noche, tocando tu misma nota una y otra vez como un sonsonete o un aceite goteando. Individuo que se va durmiendo dentro de su propia voz con la nana que le canta: eres un hombre solo con tu tragedia y tu melodía. Como todos los demás: príncipes del hielo, HERMANOS DE NADIE.

Iván Onia Valero de Hermanos de Nadie (Karima Editora, 2015)
fotografía de Ignacio Vara


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