viernes, 30 de diciembre de 2011

Estrellarse















Cuando esta noche suenen las doce campanadas de año nuevo, media humanidad fiará sus deseos a los astros; la otra media dará saltos de mono con una narizota de cartón, haciendo sonar una trompetilla bajo una lluvia de serpentinas. Esos gritos de alegría que unos darán al sorprenderse vivos todavía o las preguntas que en silencio otros formularán a las estrellas no serán sino los anillos de la serpiente que en Nochevieja se expande por el universo a la velocidad de la luz desde este planeta. En algún punto de las galaxias estarán viajando las promesas que se establecieron el año pasado y por mucho que uno se esfuerce, no logrará alcanzarlas, por eso hay que renovarlas siempre. Un año tarda la Tierra en dar una vuelta al sol; un año suele emplear también cada persona en dar una rotación alrededor del propio hígado, donde se asientan todos los humores. Al final de este viaje de 360 grados uno se detiene en el punto inmutable en que se inició el círculo, pero en el espejo han quedado las marcas que en el rostro ha fijado el tiempo. Sólo existen dos salidas para eludir la maldición del espejo: aturdirse hasta alcanzar la inocencia del mono o esperar que el destino sea conducido por tu constelación preferida hasta el fondo del universo. En el primer caso, cuando más te aproximes al chimpancé, más feliz serás, de modo que una nariz de cartón será poca cosa si uno no acude a la llamada de la selva. Mientras rueden los astros por su lado, ese viaje alrededor de uno mismo será otro regreso a Itaca. Están ya creciendo los días. A mitad de enero te sorprenderá el sol extasiado en las cortinas cuando a esa hora de la mañana la cama estaba a oscuras todavía y esa luz de tortilla será la más apropiada para que sobre ella se desperece el gato que llevas dentro; la savia que comienza a agitar las gemas de los árboles también subirá por tus piernas hasta alcanzar el huesito de la risa y a partir de ahí rodarán las horas. Para ti Dios será un whisky a media tarde, morder una sandía en verano, un paseo sobre las hojas amarillas de otoño en un rincón secreto de la montaña, el perfume del jersey de lana que expele al armario donde lo guardó Penélope, ese camino hacia la guarida para explorar una vez más el deseo de perpetuarte en la memoria del amante. No hay que pedir a los astros nada que ya no tengas, que no merezcas, pero si esta vez quieres alcanzar un deseo más allá de tus fuerzas y te das un golpe contra el destino, en el fondo de la oscuridad verás las estrellas y esa será la mejor forma de estrellarse.

Manuel Vicent

Feliz 2012



lunes, 19 de diciembre de 2011

Breakfast at Tiffany's


Holly, tan bella como sola, va de fiesta en fiesta.
Con la luna en retirada regresa a su habitación
tan sola como bella, y sueña con el sol.
Persigue hombres ricos que le compren el sol.

Paul, ya en la primera escena,
grita en silencio su amor por Holly.
Los hombres siempre aman mujeres
que secan el cielo de la boca.

Audrey Hepburn siempre me ha parecido una mujer
a punto de quebrase en pedazos
tan bellos como mínimos.

George Peppard me ha parecido un hombre recio,
obscuro en sus fisuras.

Dicen que pudo besar a Audrey sin olvidar su texto
y que, beso tras beso, no se enamoró de ella,
ni de su propensión a ser pedazo bello y mínimo.
Yo prefiero pensar que, tras el rodaje,
fue acercándose cada mañana, recio y sin fisuras, a Tiffany's
en la espera de que Audrey apareciera
llevando liviano su cuerpo y llamas en su boca.

Martín Lucía, de Los Desperfectos (Ediciones en Huida 2010)
Lectura del poema: Martín Lucía

Poemas en los huesos VI


Qué extraña forma de vida
tiene mi corazón;
vive de vida perdida,
quién le daría ese don,
qué extraña forma de vida.

Amália Rodrigues

jueves, 15 de diciembre de 2011

Poema de Navidad con abrigo

















Qué rápidas parecen ahora que te has ido,
las calles.

El humo de los puestos de castañas se rompe
en cualquier cielo, ya no nos moja su olor,
y el frío pudre el fruto congelando los pasos.
Ya camino hacia el río -convoy de atardeceres-
y se atropellan desde la luz de otros días
los recuerdos no usados como juguetes nuevos,
y todas las palabras blancas y los gestos,
luchando por morir sobre una playa decente.

Si recorro la calle de la sierpe; sus tiendas,
los charcos, los abrigos, la imitación de estrella
que encierran las bombillas de los escaparates,
puedo escuchar tus besos contados sobre cada
moneda que se apaga en la cesta de los músicos.

Iván Onia Valero (2009)

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Impresión junto a La Inacabada


















Miro el disco girar, girar, girar.

Escucho en esa música
la miseria del mundo,
los siglos que sonríen
como desde el hospicio
con sus encías desarropadas,
la intimidad feroz
de las alcobas de la tierra
donde las gentes han velado
el cadáver de su ilusión;
ahí, girando en el disco
se encuentra la implacable
y más sombría igualdad
conseguida hasta hoy:
la pesadumbre del género humano.

Miro el disco girar,
veo figuras de hombres
y mujeres y ancianos
bajo la nieve, caminando
aplastados por el destino.
Veo tu adolescencia
aprisionada en el invierno
vestida con harapos y hambrienta;
veo un poco de candor insensato
en tus ojos enfebrecidos.
Gigante: veo tu insomnio
solitario, tus lágrimas.

Giran las calles de los arrabales
apuntaladas de seres enfermos
que tosen, saludándose
con timidez y hastío
-qué tristeza en el parque:
el aguanieve inutilizando
a los bancos vacíos, y el silencio,
el único habitante que soporta
tanta calamidad. Veo tu mirada
arrastrándose por las tapias.

Franz, cuánta noche.
Ya no se sabe bien si eso que ves
son tus famélicos amigos
o las figuras de una pesadilla
fraterna y horrorosa;
ya no se sabe bien
si es el genio o el miedo
lo que te bambolea.
Cierras y abres los ojos
sufriendo como un perro
y escribes una música desesperada
que ruge de misericordia.

¿De dónde extraes la misericordia?
Cierto que el arte es esa jugada
que convierte al fracaso en piedad;
la impotencia, en un fino
cordón que une a los seres
por el meñique desvalido,
pero ¿tanta piedad?
¿de entre tanta agonía tanto amor?
¿de tanta soledad tanto fermento?
¿Qué energía te quedó sin morder
por la manada de los años crueles?
¿O era precisamente
que la desgracia te llegó hasta el hueso
y allí, exhausta, se detuvo
incapaz de continuar su destrozo
y pavorosamente mellada, envejecida?

Cuánta severidad en la catástrofe
qué cogollo de alma. Miro el disco
girar, girar, girar;
veo caras descompuestas,
veo barrios, charcos, veo
enormes cantidades de Europa,
veo las convulsiones
y el cimiento de la miseria,
veo la lenta epilepsia
de la desolación.

Y veo el rostro enhiesto
del creador de música,
desgarrador Franz Schubert
congelado de hambre;
enfebrecido y sacudido
por la patética necesidad de su creación,
trabajando su música,
trabajando su vida,
trabajando su siglo, interpretando
a su manera angelical y atroz del mundo;
chorreando piedad
y desastre y cariño y espanto,
sorbiendo un vaso de agua,
frotándose las manos heladas
y volviendo a su música
arrebujado en su grandeza,
casi electrocutado en ella,
esclavo de su libertad.


Félix Grande
Música: Fragmento de La Inacabada, Franz Schubert, 1822.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Díptico de ciudades extrañas: Luz de Lisboa


Era una luz distinta. Y era una luz de invierno
cuando llegó a tu rostro vespertino,
porque una luz más pura se inclinaba nocturna
bajo los aguaceros de Lisboa.
Recuerdo las palabras que no dije
como el rocío frío de tu nombre,
las que pude salvar en el silencio,
en el gesto inconcluso de los labios,
las palabras que fueron a perderse
bajo los aguaceros de noviembre
y tu ropa mojada por la luna de Alfama.
Tal vez fue suficiente una ciudad
para decir que el mundo está siempre nublado
menos allí, amor, claro día de un sueño,
de nueva luz abierta en tu mirada
cuando los barcos llegan a buen puerto
y el corazón se alegra de estar vivo.

Siempre te esperaré en Cais do Sodré
porque también existen los regresos.

Porque también terminan los inviernos, amor,
en la ciudad más triste y más hermosa
donde reina un verdor de esmaltes óxidos
por la melancolía de sus calles. Recuerda,
eras un mirlo blanco entre tanta barbarie
incrédula de tanto, tanto amor imposible
cuando nos despertamos en el barrio de Graça,
cuando el mundo aún recién hecho temblaba
y aún tiembla para siempre
en nuestro amanecer emocionado.

Daniel García Florindo, de Cuadernos de Lisboa (Ediciones en Huida 2011)
Lectura del poema: Martín Lucía

viernes, 9 de diciembre de 2011

Diatriba contra los muertos

Los muertos son egoístas:
hacen llorar y no les importa,
se quedan quietos en los lugares más iconvenientes,
se resisten a andar, hay que llevarlos
a cuestas a la tumba
como si fuesen niños, qué pesados.
Inusitadamente rígidos, sus rostros
nos acusan de algo, o nos advierten;
son la mala conciencia, el mal ejemplo,
lo peor de nuestra vida son ellos siempre, siempre.
Lo malo que tienen los muertos
es que no hay forma de matarlos.
Su constante tarea destructiva
es por esa razón incalculable.
Insensibles, distantes, tercos, fríos,
con su insolencia y su silencio
no se dan cuenta de lo que deshacen.

















Ángel González
Cuadro: Mujer con niño muerto, Käthe Kollwitz (1903)

jueves, 8 de diciembre de 2011













Aquí no volveré más. Aquí he sufrido
aquí he sufrido sin que nadie se beneficie.
Ese dolor fue una mortaja
que asfixiaba mis horas, mis semanas, mis meses
y pervertía mi corazón. No volveré.
Si a esos muros, si a esas imágenes
logra olvidarlas mi sereno rencor,
si ese fardo de sufrimiento estéril
se desprende algún día de mi memoria
todo eso morirá; deseo su muerte. Que desaparezca.
Nada creció, nada creció, fue todo
contracción, pérdida, sarcasmo. Me voy.
Me alejo de esto para siempre.
Y no haré una elegía (este poema
ya ha degollado a la nostalgia):
y no haré una elegía, pues si sublimo
a ese dolor bastardo tendría que despreciarme.
Me voy de aquí, untando orgullo
en este fracaso sin grandeza, aplico en él
una pomada de coraje. Perdí tiempo y sosiego,
tal vez salud; pero mi vida es mía.
Si existen sufrimientos que enriquecen
la vida propia o la de los otros, este no tuvo
esa coartada; fue un dolor ilegítimo,
conservarlo sería cobarde y vergonzoso:
la constancia merece algo más verdadero.
Muros, gestos, imágenes, meses de estepa,
quedáos ahí; yo me incorporo y me destierro.
La renuncia a un dolor inútil es respeto
a la libertad. Adiós, barrotes,
me llevo la pasión del sol, os dejo uno que fui
y que en esta página ha muerto. Me llevo
lo que queda de mi alegría.
Si vuelvo alguna vez, que me escupan aquéllos
que viven y mueren por algo.


Félix Grande

lunes, 5 de diciembre de 2011