Me jode confesarlo pero la vida es también un bandoneón hay quien sostiene que lo toca dios pero yo estoy seguro que es troilo ya que dios apenas toca el arpa y mal
fuere quien fuere lo cierto es que nos estira en un solo ademán purísimo y luego nos reduce de a poco a casi nada y claro nos arranca confesiones quejas que son clamores vértebras de alegría esperanzas que vuelven como los hijos pródigos y sobre todo como los estribillos
me jode confesarlo porque lo cierto es que hoy en día pocos quieren ser tango la natural tendencia es a ser rumba o mambo o chachachá o merengue o bolero o tal vez casino en último caso valsecito o milonga pasodoble jamás pero cuando dios o pichuco o quien sea toma entre sus manos la vida bandoneón y le sugiere que llore o regocije uno siente el tremendo decoro de ser tango y se deja cantar y ni se acuerda que allá espera el estuche.
La mar tiene unos dientes de espuma que muerden la orilla, unos hombros de arena y unos pies de luna fría. Una tristeza de otoño y dos barcos de papel uno con hierbabuena, el otro con laurel. Y muerta en el espigón lleva la mar una sirena que quitaba el marinero a la mar y al marinero la pena.
El 22 de junio de 1986, en el estadio Azteca de México D.F., 115.000 personas se dieron cita para presenciar los cuartos de final del Mundial de México, entre las selecciones de Argentina e Inglaterra. En el aire se respiraba aún la rivalidad existente entre ingleses y argentinos por la Guerra de las Malvinas, ocurrida poco años antes. Corría el minuto 55 de partido cuando Diego Armando Maradona recibió el balón en su propio campo y decidió trazar sobre el césped del Azteca las líneas mágicas de un poema de verano al que puso voz desde su pequeña cabina radiofónica Víctor Hugo Morales. Aquí lo tienen un cuarto de siglo más tarde, igual que si los años se hubiesen licuado y desparramado por las alcantarillas del tiempo y fuese a ocurrir esta misma tarde el poema más grande escrito nunca por unos pies.
Es una hermosa noche de verano. Tienen las altas casas abiertos los balcones del viejo pueblo a la anchurosa plaza. En el amplio rectángulo desierto, bancos de piedra, evónimos y acacias simétricos dibujan sus negras sombras en la arena blanca. En el cénit, la luna, y en la torre, la esfera del reloj iluminada. Yo en este viejo pueblo paseando solo, como un fantasma.
Antonio Machado Óleo: Midnight Walk, de Marta Boza
Si puedes mantener en su lugar tu cabeza cuando todos a tu alrededor,
han perdido la suya y te culpan de ello.
Si crees en ti mismo cuando todo el mundo duda de ti,
pero también dejas lugar a sus dudas.
Si puedes esperar y no cansarte de la espera;
o si, siendo engañado, no respondes con engaños,
o si, siendo odiado, no te domina el odio
Y aún así no pareces demasiado bueno o demasiado sabio.
Si puedes soñar y no hacer de los sueños tu amo;
Si puedes pensar y no hacer de tus pensamientos tu único objetivo;
Si puedes conocer al triunfo y la derrota,
y tratar de la misma manera a esos dos impostores.
Si puedes soportar oír toda la verdad que has dicho,
tergiversada por malhechores para engañar a los necios.
O ver cómo se rompe todo lo que has creado en tu vida,
y agacharte para reconstruírlo con herramientas maltrechas.
Si puedes amontonar todo lo que has ganado
y arriesgarlo todo a un sólo lanzamiento ;
y perderlo, y empezar de nuevo desde el principio
y no decir ni una palabra sobre tu pérdida.
Si puedes forzar tu corazón y tus nervios y tus tendones,
para seguir adelante mucho después de haberlos perdido,
y resistir cuando no haya nada en ti
salvo la voluntad que te dice: "Resiste!".
Si puedes hablar a las masas y conservar tu virtud.
o caminar junto a reyes, y no distanciarte de los demás.
Si ni amigos ni enemigos pueden herirte.
Si todos cuentan contigo, pero ninguno demasiado.
Si puedes llenar el inexorable minuto,
con sesenta segundos que valieron la pena recorrer...
Todo lo que hay sobre La Tierra será tuyo,
y lo que es más: serás un hombre, hijo mío.
If you can keep your head when all around you
Are losing theirs and blaming it on you;
If you can trust yourself when all men doubt you,
But make allowance for their doubting too;
If you can wait and not be tired by waiting,
Or, being lied about, don't deal in lies,
Or, being hated, don't give way to hating,
And yet don't look too good, nor talk too wise;
If you can dream—and not make dreams your master;
If you can think—and not make thoughts your aim;
If you can meet with triumph and disaster
And treat those two imposters just the same;
If you can bear to hear the truth you've spoken
Twisted by knaves to make a trap for fools,
Or watch the things you gave your life to broken,
And stoop and build 'em up with wornout tools;
If you can make one heap of all your winnings
And risk it on one turn of pitch-and-toss,
And lose, and start again at your beginnings
And never breathe a word about your loss;
If you can force your heart and nerve and sinew
To serve your turn long after they are gone,
And so hold on when there is nothing in you
Except the Will which says to them: "Hold on";
If you can talk with crowds and keep your virtue,
Or walk with kings—nor lose the common touch;
If neither foes nor loving friends can hurt you;
If all men count with you, but none too much;
If you can fill the unforgiving minute
With sixty seconds' worth of distance run
Ahora es más difícil que la lengua se enrede en el veneno al pronunciarnos.
Igual que sombras de los otros que fuimos, nos hemos habituado a este hemisferio, esta naranja rota desde donde podemos recordar y hablar sin miedo
sobre cómo el sudor de las bombillas devolvían tu rostro al ser prendidas a mi antojo en mitad de los hoteles,
sobre cómo fingíamos dormir para cansar las pilas y los ojos verdes del reloj que se desangraba digitalmente encima de la mesa.
A poco que escarbemos hay raíces y corazones con polvo enterrados sin convicción debajo de los cuerpos. Como en una ciudad deshabitada, mendigamos y ya no conocemos las esquinas ni aquel hombre que nos vendía eternidad y sueños sucios metidos en botellas de agua helada.
Finalmente vivimos.
Nos traspasó el dolor igual que un rayo, quemando los circuitos y las tripas, escapando por los pies sin matarnos, pero dejando el rastro de algo más terrible que la muerte.
Acostumbrados como parece en estos días que nos encuentra el olvido, caminando por su desierto y sus calles. Rodantes emisarios de la nada, lo mismo que si jamás hubiéramos sido.
Con Tumbada cicatriz (plaquette n.º 3 de la colección «La poesía que viene», Ediciones En Huida, Sevilla, 2011) el joven poeta Iván Onia nace a la escena poética. Se trata de un libro que ya desde su título nos anuncia el uso de potentes imágenes que circulará a lo largo de toda la obra. Tumbada cicatriz constituye una perfecta metáfora del fondo que contiene el poemario, la huella de una herida tras el tiempo susceptible de interpretarse desde el presente, desde la reflexión y la creación poética. Pero también el poema contendrá la posibilidad de proyectar el tiempo hacia el futuro (pensemos, por ejemplo, en los últimos poemas «Para que me sobrevivan mis libros» y «Poema para después» que certeramente cierran la estructura del libro proyectándolo paradójicamente sobre el tiempo que vendrá).
Por tanto, ya se aborda y se funden temas esenciales como el tiempo, lo elegíaco o la memoria con el pensamiento y sentimiento del poeta que crea y recrea un universo poético muy peculiar. Un universo por el que se desplaza un discurso íntimo, sin elevaciones de voz que la haga parecer falsa, sin destemplanzas, ejerciendo así una técnica sin alardes, procurando que la invisibilidad de esa técnica no sea menor que su eficacia. Sin duda, algo que se agradece y caracteriza una línea clara de la poesía de los últimos tiempos en las letras hispánicas, una línea que, sin duda, parte de don Antonio Machado (pues para él también la poesía es un diálogo del hombre con el tiempo; y también para él, como nos cuenta su heterónimo Juan de Mairena, la oración Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa puede tener su correspondencia en lenguaje poético con esta otra oración: Lo que pasa en la calle). Precisamente «Lo que pasa» es el título del segundo poema de este cuaderno:
Lo que pasa es la ausencia de fronteras, la incertidumbre unida a la certidumbre de no saber apenas […]
Iván Onia consigue con este primer libro crear un mundo de símbolos cotidianos, de los cuales quizás el más característico sea el café por la polivalencia que le otorga el poeta: esa sustancia relacionada con el despertar, con la mañana, con la rutina que connota distintos matices según su lugar en el poema. En el primer poema titulado «Hoy me desperté», leemos, por ejemplo:
toda una suerte de imágenes que se repiten desde el fondo vencido de la casa; el tintineo de la cuchara en el café o estas voces que se consumen sobre el presente.
En el poema «Verbena»:
o despertarse todas las mañanas para beberse la sombra caliente de un café como si fuese la propia.
En «Cafés de biblioteca» este símbolo se define de modo más evidente:
Los cafés de la biblioteca son solubles, automáticos, saben a rémora y asueto, a urgencia, a charla, a beneplácito. Tienen el espesor y el precio en paz, son flemáticos o de un sorbo, huelen siempre a palabra –pronunciada o impresa– se tornan en un chute necesario, una excusa, un buche de aire y un soplo de cafeína. También son remordimientos, suspiros de alivio o de utopía, una droga, una esperancita que nos espera a la hora en punto. […]
Así se ejemplifica su discurso poético no sólo en la forma que hemos comentado, sino también en el fondo que aborda la solidaridad del ser ante su destino, su futuro incierto, pero también la fortaleza para no caer, no rendirse a lo fatal que no es la muerte, sino esa superstición natural enemiga de la luz ilustrada de los libros:¬
[…] Así que el sagaz vidente que ve o adivina el porvenir en los posos fríos del café debería estar aquí, buscar en las papeleras y ponernos a cada uno –pobres infelices– un futuro a la medida.
Los libros pueden ser una referencia simbólica en metáforas como la que concluye el poema «Los flacos símbolos»:
Que fui un muchacho y te quise sobre cada palabra que, ahora que no estamos, tú rescatas igual que a un libro de las llamas.
O bien, los libros (de la biblioteca futura del poema «Para que me sobrevivan mis libros») son símbolos metapoéticos, los frutos de la creación literaria de Iván Onia. Nos referimos precisamente aquí al sentido metafórico que contiene el título de este cuaderno, a esa evocación constante del hecho poético como acto liberador que los libros conservan en sí mismos. Este motivo se asocia igualmente a otros símbolos, objetos cotidianos propios del escritor: la pluma, el lápiz y el cuaderno o el papel, lugar donde tiene lugar el teatro de operaciones, la lucha consigo mismo, con su propia creación (en «Poema con adversario» se concluye: (Cerrar el cuaderno como se abren los puños).
Deja Iván Onia en su primer libro una serie de referencias intertextuales históricas, cinematográficas, poéticas que dibujan un marco perfecto para encajar sus inquietudes estéticas y reflexivas originadas por su educación sentimental («Noche en el Rick’s Café», «The Wallace Hartley Band»). El juego literario se enriquece con el guion de Casablanca, por ejemplo, en el primer aludido, junto a la ficcionalización del yo poético.
Sobresalen por su impacto poemas breves y sentenciosos iluminados por una potente imagen como en los poemas «Cartas» o «Diálogo», así como en «Madrugada de chicle y bagatelas», colección de ocho sentencias donde el lenguaje metafórico se muestra en su máximo esplendor. A modo de proverbios que coquetea con los del mencionado Machado, con la greguería de don Ramón o, en menor medida, con el epigrama de Marcial, encontramos composiciones tan brillantes como estas:
[…] V Sobre las camas de los hospitales crecen las rosas con un beso en la frente.
VI Cuando los dioses notan el metálico sabor de las heridas, huyen hacia el Olimpo sangrando mortalidad.
VII Es cierto, mis pies huyen, pero no reconocen el circulo.
VIII Hasta mi pluma miente si pronuncio -líquidas, negras- estas alambradas.
No cabe duda de la modernidad de esta poesía afín a la poética de la experiencia, una poesía que, sin embargo, no trata de parecerse a nada, sino más bien huir de cualquiera de las tendencias, y buscar su propia voz, única y original, en otra dirección órfica, incierta, recóndita, pero apasionante.
Daniel García Florindo. Ateneo de Sevilla, 14 de junio de 2011
Pese a que mi amigo Pablo del Amo murió en Madrid un día desolado de agosto, cuando regrese de vacaciones le voy a llamar por teléfono. Una vez más oiré su voz metódica en el contestador diciendo que le deje mi mensaje. Trataré de imaginar que ha salido un momento a comprar el periódico y le pediré que pase a recogerme a las once y media de la mañana, como ha hecho siempre todos los domingos. A esa hora exacta sonará el timbre de casa y al abrir la puerta del jardín encontraré en la calle a Pablo muy acicalado, la raya del pantalón planchada, el polo con el cocodrilo en la tetilla , los zapatos relucientes, sonriendo al pie de su coche. Nos daremos un abrazo y de camino hacia alguna exposición de pintura todavía sin decidir, primero me preguntará si le he traído la gorra azul de marinero que me pidió y luego querrá saber qué tal me ha ido en el verano. Estuve en Siracusa y allí me enteré de que habías muerto sin avisarme.
Morir bajo la luz fiera de agosto en un Madrid deshabitado es morir dos veces, pero no por eso me dejé vencer. Precisamente aquel día, aun sabiendo que ya no eras más que ceniza, te compré en Sicilia esta gorra de marinero y en un colmado muy escogido de la isla Lípari, en el mar Tirreno, también adquirí unos tomates secados al sol para ti. Vamos ahora, si te parece, al museo del Prado a contemplar juntos de nuevo la armonía de Velázquez, el fuego negro de Goya, el oro de la carne femenina pintado por Tiziano. Esta vez serás tú quien me explique en qué punto esencial de la materia la luz se convierte en una forma, porque ahora ya habitas la nada que guarda todos los secretos del arte. A tu lado por las distintas salas aprenderé esta lección reflejada en tus ojos muertos donde arden todos los colores.
Dime si aquellas pinceladas amarillas del Greco que parecían llamas, amigo Pablo, ahora son estas hojas de otoño bajo cuya luz dorada vamos a tomar el aperitivo. Camarero, para mí un campari. Para él, una cerveza sin alcohol. Recuerdo cuando subías a Villa Valeria y leías a la sombra de los pinos el último número de Cahiers du Cinema y contabas tus hazañas de niño refugiado en una cala del Mediterráneo durante la guerra y ya no hablabas de tus años de preso político en la cárcel del Dueso sino de tus peleas diarias con la moviola de cine y al final del desencanto sólo deseabas gozar de unos alimentos sencillos con cuatro amigos.
Este es un domingo de septiembre muy melancólico. A mi lado en la terraza del bar hay una silla vacía. Sobre ella he colocado una gorra azul de marinero.
Manuel Vicent Cuadro: Dánae recibiendo la lluvia de oro. Tiziano
Cuando pienso en un genio y en su gran invento mi fe en la humanidad un poco se alimenta aunque la humanidad ya no le eche ni cuenta a Gutenberg, a Flemming ni al descubrimiento de la penicilina, la paz o la imprenta. Pero si de los genios que tanto inventaron por su imaginación, su talento y derroche me quedara con uno, lo tengo muy claro el que inventó la cama de todas las noches. La cama ha sido nido y aposento de la civilización tentación de mujeres y niños, de ricos y pobres. La cama ha sido el santo sacramento del momento más grande que yo, he vivido, amado y compartido con todos los hombres. Quien la inventó no dijo ni su nombre. Y en una cama cualquiera estuvo a mi vera mi madre gritando y mi padre llorando cuando yo nací. Y en otra se que algún día sin tanta alegría ojalá rodeado, enfermo y cansado tendré que morir. La cama ha sido como el vientre de la tierra allí duermen los que pierden igual que los que ganan la guerra. Y la almohada que le pusieron un día, es la única que guarda todas las penitas mías, es la única que guarda todas las penitas mías. Y en la cama recorrí el cuerpo de una dama hice el amor con ganas y sin ganas también, me curé de cosas malas, me saqué las balas del odio y la sien. Y en la cama ya no sé si soñando o despierto he dicho tanta mentira y tanta verdad, que ya me da hasta igual porque en la cama ha sido donde se han cumplido toditos mis sueños.
Nadaba yo en el mar y era muy tarde, justo en ese momento en que las luces flotan como brasas de una hoguera rendida y en el agua se queman las preguntas, los silencios extraños.
Había decidido nadar hasta la boya roja, la que se esconde como el sol al otro lado de las barcas.
Muy lejos de la orilla, solitario y perdido en el crepúsculo, me adentraba en el mar sintiendo la inquietud que me conmueve al adentrarme en un poema o en una noche larga de amor desconocido.
Y de pronto la ví sobre las aguas.
Una mujer mayor, de cansada belleza y el pelo blanco recogido, se me acercó nadando con brazadas serenas. Parecía venir del horizonte.
Al cruzarse conmigo, se detuvo un momento y me miró a los ojos: no he venido a buscarte, no eres tú todavía.
Me despertó el tumulto del mercado y el ruido de una moto que cruzaba la calle con desesperación. Era media mañana, el cielo estaba limpio y parecía una bandera viva en el mástil de agosto. Bajé a desayunar a la terraza del paseo marítimo y contemplé el bullicio de la gente, el mar como una balsa, los cuerpos bajo el sol. En el periódico el nombre del ahogado no era el mío.
Esta mañana de junio se han plantado en los Jardines del Guadalquivir árboles y poemas. Han cavado la tierra las manos de los hombres y han regado con su voz y con agua aquellos que habrán de ver crecer las encinas, perdurar las palabras.
En los árboles del huerto hay un ruiseñor: Canta de noche y de día canta a la luna y al sol.
Ronco de cantar al huerto vendrá la niña y una rosa cortará.
Entre las negras encinas hay una fuente de piedra y un cantarillo de barro que nunca se llena.
Aleluya. El tiempo pasa y yo sigo viviendo, con los dolores y las ausencias de siempre pero sigo viviendo. Con la suerte y la muerte a la vista, con las golondrinas y los buitres, con el alma en pena y la cordura casi loca, con las cenizas del olvido y el pan duro de las promesas. Pero sigo viviendo.
Aleluya. En alguna rara ocasión mi soledad se llena de prójimas y mis brazos abrazan y abrasan. Mi memoria viaja de noche en noche; mis jardines, de amanecer en amanecer.
De todos los puentes cruzo el más frágil: el que une tu desolación con mi consuelo, y mi consuelo con tu desolación, Acaricio los pinos antes de que en el próximo vendaval besen el suelo.
Aleluya. Cuando encuentre la verdad aún estaré a tiempo para llevar mi infancia conmigo y clavarla luego como un afiche en la pared de la cocina. Nos vamos para volver; volvemos para irnos de nuevo. El tiempo es un viaje de escalas infinitas donde aprendemos y enseñamos algo.
Aleluya. Piso tantos umbrales que los pies desnudos me arden. Desde esos umbrales imagino el infierno, pero de pronto recuerdo (aleluya x 2) que soy ateo, tanto de Dios como del diablo.
Vivir aquí, en los arrabales del universo, no está tan mal. Dos por tres vienen pájaros curiosos, con su experiencia del espacio, y acaban colgándose en un crepúsculo de árboles. Crecimos en un exilio de la esperanza, sin advertir que era un exilio de la nada.
Aleluya. La nada también puede ser todo y los otros también pueden ser nosotros. Si la tristeza nos empapa con su lluvia, digamos aleluya aleluya, primero despacito y luego en alarido, para que al fin nos encierren, así sea medio por azar, en las mazmorras de la alegría.
Cuando la lluvia es sólo lluvia, cuando ha dejado de ser cobertizo improvisado para la carne enamorada, cúpula adolescente, cine de agua.
Cuando ya no es un asueto delicioso del sol, una senda de animal primitivo y caliente sobre la que caminar sin prisa, sin esperar a que se agoten las gotas.
Cuando ha llegado la terrible hora de guarecerse bajo cornisas y contrachapados, fijando la vista en lugares aleatorios; en cemento o letreros y no en ojos, comisuras, hombros...
cuando la lluvia es sólo lluvia no cabe duda: el amor escribe su particular epílogo.