lunes, 27 de diciembre de 2010

Victoria


Cuando miro La Victoria, la cama de la marea,
la salvaje y libertina, la golfa, la más caliente,
la que con el barrio nuevo se enamora y se pelea,
la que da la claridad más antigua de occidente.
Cuando miro al hombre caminando por encima de la playa,
siento como el viento es un cañón y mi palabra la muralla,
caigo recostado sobre el vientre de la arena contenida,
hago que retumbe la humedad y canto la canción prohibida
y en el sol una explosión de juventud y libertad.
La playa es mía…la playa es mía.
Si tú no hubieras nacido en el desierto beduino
de la Tacita de Plata
y hubieran hecho en tu orilla un nido para las barquillas
y torres para los piratas,
si no te hubieran echado arena de otro costado
con lo bonita que eres,
lo mismo que en La Caleta se batiría un poeta
para ver quien mejor te quiere,
si tú no hubieras nacido,
yo no sé que hubiera sido de las mujeres.












Juan Carlos Aragón Becerra

lunes, 20 de diciembre de 2010

Lili Marleen

Son los pájaros que sobrevuelan los campos de batalla la causa insalvable de que los soldados, allá abajo, decidan matar al otro y no volarse a sí mismos. Creyendo seguir órdenes, disparan y se esconden como cucarachas, sortean charcos, agujeros, balas, obuses, cuerpos compañeros y desconocidos y así, van obviando el círculo de cielo donde bailan entre nubes de tierra los animales con las alas sucias, pero no olvidan que es a lo máximo que aspiran, a levantarse de un suelo de sangre alguna mañana para atravesar los territorios en un vuelo que los devuelva a la cama caliente y al abrazo.
En 1915, el soldado Hans Leip se encontraba hendido por el amor de dos muchachas, Lili, seudónimo de una verdulera llamada en realidad Betty y la enfermera Marleen. Antes de marchar al frente de la Gran Guerra escribió, seguramente con dedos temblorosos a la luz de una fría farola alemana, un almibarado poema de amor dedicado a una persona, una sola mujer, Lili Marleen.
Ni en el mejor o peor de sus sueños imaginaría el soldadito Leip que aquel poema de juventud del que renegara en su madurez (publicado 22 años más tarde, en 1937) y musicalizado por el compositor alemán Norbert Schultze sirviera de argamasa para que todos los soldados de otra Gran Guerra guardaran silencio al unísono cada vez que la voz de Lale Andersen sonaba por los altavoces entonando los versos de aquel soldado poeta. Por las radios de los territorios tomados, como el de Belgrado, sonaba la música de una mujer que era todo lo que aquellos soldados querían recuperar cuando todo acabara, mientras tanto, la voz de otra mujer, la de Marlene Dietrich, se sintió empujada a cantar en otro bando y en otra lengua la canción del enemigo. De este modo, la II Guerra del Mundo quedó tatuada por la melodía de dos mujeres entonando un poema de amor juvenil que estaba dedicado a un par de muchachas que casi treinta años atrás se repartieron, sin saberlo, el amor de un solo poeta.
Sólo un puñado de cosas saben sobrevolar el aire encendido de una guerra, rayando el fuego con el látigo lento de la esperanza para los que arden allí abajo. Cuando ya no hay pájaros en el cielo que les recuerden que deben regresar algún día, sólo quedan unas pocas canciones que echarse a la boca para correr, matar y sobrevivir.

Iván Onia Valero

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Algunas maneras inmortales



Para mi amigo Manuel Lora

Al inicio de los años setenta, cuando el dinosaurio estaba en trance de desaparecer, de pronto, en las noches de Oliver y Carrusel comenzó a sonar Sinatra cantando My way y yo me encontraba allí frente a un Drambuie con hielo, mi licor amable de entonces. En ese tiempo los progresistas aún pelábamos patatas en el cuartel del franquismo, pero cada uno trataba de ser feliz a su manera y según la letra de la canción, también mordíamos más de lo que podíamos masticar. Las novias habían comenzado a amar de otra forma. Con las botas altas habían conquistado los taburetes de las barras y, aunque les parecía un poco canalla, adoraban la voz de Sinatra que les obligaba a cerrar los ojos. My way comenzó a sonar también bajo los pinos del derruido jardín de Villa Valeria, donde un grupo de alucinados pacifistas, intentábamos a nuestra manera derribar la dictadura con aviones de papel y un día desde la alta nieve del Guadarrama vimos pasar por el fondo del valle sobre un armón de artillería al dinosaurio envuelto con la mortaja de aquella canción. My way ilustró después todo el tiroteo de la transición y al llegar la libertad me recuerdo bajo el cañizo de un bar mediterráneo que filtraba una luz abrasada de mediodía oyendo la voz de Sinatra que decía: "Cuando tuve dudas me encaré con todo y no me hundí, lo hice a mi manera". Hay canciones que sintetizan los sueños de una época, una forma de sobrevivir o de enfrentarse al destino. Durante años he llevado esa música en el coche y en medio de ella he ido envejeciendo. En muchos viajes he atravesado esa canción como si fuera un paisaje que me conducía a un horizonte de ojos azules. No era Sinatra un moralista, sino más bien un pendenciero flaco, con el tabique nasal de platino, pero su garganta que había admitido hectólitros de whisky Jack Daniels era un terciopelo ligeramente raído por donde pasaba la voz de My way para contarnos sus caídas y formas de levantarse, su orgullo y sus derrotas. Ahora mismo la estoy oyendo en la terraza de una playa solitaria. Algunas ráfagas de viento de abril se llevan fragmentos de la melodía hacia alta mar y enseguida vuelve desde las aguas azules para recordarme aquellos días en que aspirando un cigarrillo Lucky Strike también yo quería construir un mundo de humo a mi manera y uno de aquellos aros que salía de mi boca servía de corona al mejor de mis sueños. Sí, hubo una vez, seguro que lo sabéis, en que cada uno tuvo un momento de gloria que lo hizo inmortal. A su manera.

Manuel Vicent

















Frank Sinatra (foto policial)

martes, 14 de diciembre de 2010

Soledades

Allá, en las tierras altas,
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando, en sueños...
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo.














Antonio Machado